Saltar al contenido

Protestantismo, piedad y ética

Norman Rubén Amestoy

Resumen
 
En este artículo se plantea la necesidad de comprender al protestantismo desde la perspectiva de piedad ya que de ella emana su pensamiento, su ética y su comprensión de lo social. Al analizar la relación del pensamiento teológico con respecto a las derivaciones contextuales, se señala que el “principio protestante” surgido de la Reforma del siglo XVI comprendido en el marco de la “larga Edad Media”, significó una forma de protesta que cuestionó de manera incisiva la cristiandad europea ya que la Iglesia católica fue desafiada como institución dominante y estructuradora de los hábitos y las costumbres de la sociedad. Sin embargo, si bien la Reforma protestante contenía elementos innegablemente disfuncionales con relación al medioevo, fue una renovación del espíritu medieval y hubo que esperar a la aparición del movimiento puritano, con su comprensión de la predestinación y el orden divino, para que apareciera con toda su fuerza una ética protestante capaz de contribuir al surgimiento del capitalismo y el mundo moderno.
 
.
Palabras clave
 
Protestantismo, piedad, ética, puritanismo, modernidad.
 
 
Abstract
 
In this article, it is considered the need to understand protestantism in terms of piety, since this is from which derives its ideology, its ethics, and its comprehension of society. When analyzing the relation of the theological thought regarding contextual derivations, it is shown that the “protestant principle” that emerged from the Reformation in the XVI Century in the period known as “the Long Middle Ages,” it meant a form of protest that questioned, in an incisive way, the European christianity, since the Catholic church was challenged as a dominant institution and structure of society’s habits and customs. However, even if the protestant reformation contained elements undeniably dysfunctional in relation to medieval times, it was a renewal of the medieval spirit. It was necessary to look forward to the appearance of the Puritan movement with its comprehension of predestination and the divine order; so that a protestant ethics could appear with all of its strength, being capable of contributing to the emergence of capitalism and modern world.
 
 
Keywords
 
Protestantism, Piety, Ethics, Puritanism, Modernity
 
Al estudiar la Reforma protestante del siglo XVI, sus causas y derivaciones éticas, es necesario rastrear en el sentimiento religioso ya que es en el ámbito de la piedad donde arraigan las convicciones religiosas, los principios éticos y las definiciones en torno de lo político.
 
Como lo hemos señalado en un ensayo previo[1], fue Lucien Febvre quien indicó en sus investigaciones sobre la Reforma en Francia que las causas de la Reforma hay que buscarlas —sobre todo—, en el ámbito de lo religioso, esto es, en la relación entre piedad, teología y mentalidades colectivas. En continuidad con esa línea de investigación Emile Leonard, afirmó que las revoluciones religiosas se explican por los “motivos específicamente religiosos”[2] .
 
 
El protestantismo en la larga Edad Media
 
Al estudiar la Reforma resulta difícil poder obviar las investigaciones de eminentes estudiosos quienes han sido críticos en cuanto al aporte del protestantismo al mundo moderno. Al referirnos a la Reforma protestante es menester indicar que si bien el movimiento reformador contenía elementos disfuncionales al orden medieval, lo correcto es inscribirla dentro de un abordaje de la historia que incorpore la idea de una “larga Edad Media”[3], superadora de aquel marco temporal que consideraba al siglo XVI como un siglo de ruptura y donde el Renacimiento constituía la negación de un medioevo percibido como la dark age. En nuestro caso preferimos pensar en una “larga Edad Media” que termina en la segunda mitad del siglo XVIII, con las Luces y la Revolución francesa[4].
 
En este sentido, si bien es cierto que los dos últimos siglos de la Edad Media tradicional (el XIV y el XV), el feudalismo estuvo atravesado por las calamidades de hambrunas, pestes, guerras, cismas y herejías[5], la dinámica medieval no se frenó, sino que por el contrario continuó obrando con todo su dinamismo económico, social, político y religioso. Eric Hobsbawm, ha señalado que todos los rasgos de la historia europea que en el siglo XVI “tienen un sabor a revolución ‘burguesa’ e ‘industrial’ no son más que el condimento de un platillo esencialmente medieval o feudal”[6].
 
Cabe recordar que la Iglesia católica de finales de la Edad Media tradicional (siglo XV) estaba atravesada por una dinámica contradictoria. Por un lado, enfrentó una aspiración a la reforma y cuestionamientos radicales que pronto terminaron por poner fin a su monopolio espiritual en Occidente; al mismo tiempo la afirmación de los poderes monárquicos desgastaba sus prerrogativas y la obligaba a hacer concesiones. Sin embargo, en este contexto fue cuando la curia romana reforzó su eficiencia centralizadora y la Iglesia continuó aumentando su influencia en la sociedad y su control de las mentalidades. De hecho, la Iglesia continuó siendo una institución dominante dentro de la sociedad[7].
 
En esta perspectiva, más que un hecho puntual acotado al siglo XVI, la Reforma se enmarcó dentro del proceso de transición que experimentó Europa entre los siglos XV y XVIII y que significó la lenta desintegración de la sociedad feudal y, al mismo tiempo, el surgimiento de una nueva forma de organización social como fue el capitalismo.
 
En ese periodo acontecieron una serie de hechos de gran significado que hicieron posible que Europa y otras regiones experimentaran cambios decisivos. Los europeos descubrieron el “otro occidente” en América Latina; se desarrolló el comercio de manera notable; comenzó a consolidarse un nuevo tipo de Estado más poderoso y absoluto; surgió una forma de pensar más libre; se avanzó hacia una ciencia basada en la experimentación y no en las creencias; se renovaron el arte y las letras y en los inicios del siglo XVI se quebró la unidad de la cristiandad europea.
 
El surgimiento de la Reforma protestante tenía sus antecedentes en los movimientos reformistas de la cristiandad medieval, entre los que hay que señalar, el valdismo, el movimiento de los lolardos y los husitas[8]. Estos expresaban las aspiraciones de una piedad laica urbana que buscaba liberarse del dominio clerical y anticiparon planteos que luego retomaría la Reforma, a saber: la traducción de la Biblia al lenguaje popular, la oposición a las riquezas del papado, la resistencia al centralismo administrativo del pontificado y la reforma general de la Iglesia. Así resulta claro que el protestantismo surgió de un conjunto de tendencias reformistas que confluyeron erigiéndolo en el catalizador de una cesura fundamental del corpus christianum e iniciando un proceso de diferenciación religiosa irreversible.
 
Sin embargo, no conviene perder de vista que tanto la reforma luterana como la calvinista mantuvieron el proyecto de unidad del catolicismo medieval por el cual el conjunto de las relaciones sociales seguían enmarcadas en una visión religiosa que preponderaba por sobre el mundo profano. Esto llevó a Ernst Troeltsch a señalar que el protestantismo no tuvo de ningún modo una participación categórica en la debacle de la Edad Media tradicional y la formación del mundo moderno.
 
Muchas veces la necesidad de argumentos apologéticos indujo a que los protestantes difundieran la idea errónea de que con el surgimiento de la Reforma se derrumbó el edificio de la cristiandad occidental. Mientras tanto Ernst Troeltsch ha mostrado que los reformadores por el contrario intentaron mantener la cristiandad, dado que enfrentaron el problema de las relaciones entre Iglesia y sociedad en los mismos términos tradicionales que la cultura eclesiástica de la Edad Media. Digámoslo de una vez, el protestantismo antes que una primicia de lo moderno significó una renovación del espíritu medieval.
 
El protestantismo surgió en un contexto histórico donde Occidente estaba atravesado por una gran efervescencia. La cultura medieval de carácter eclesiástico fue cuestionada por el espíritu renacentista primero y el humanismo después. Sin embargo, el protestantismo no sólo no surgió apoyando estos cambios, sino que en un comienzo aspiró ser —más allá de su discurso doctrinal adverso al pontificado romano— una “cultura eclesiástica” con las mismas notas medievales.
 
Para Ernst Troeltsch el protestantismo no melló ni la cultura ni los dispositivos de poder de dicho orden, sino que implicó un reforzamiento de los mismos[9], Como consecuencia “incentivó un reavivamiento de la idea católica y así, a pesar de la difusión contemporánea de las maneras del Renacimiento, Europa tuvo que pasar dos siglos más en el espíritu medieval”[10]. Como corolario: “El punto fundamental que hay que subrayar es que, desde una perspectiva histórica y teológica, el protestantismo fue antes que nada, una simple modificación del catolicismo, en la que fue mantenida la formulación católica de los problemas, mientras se les ofrecía una respuesta diferente”[11]. En este planteo Ernst Troeltsch fue acompañado por el historiador protestante Emile Leonard quien afirmó: “…la reforma, mucho más que una rebelión en contra de la piedad católica, fue la culminación de esta, su floración”[12].
 
En sus inicios, la Reforma más allá de su doctrina de salvación diferenciada del catolicismo, buscó continuar “una cultura eclesiástica en el sentido de la Edad Media”[13]. En el caso luterano —como veremos más adelante—, no sólo no abogó por la separación de la Iglesia y el Estado, sino que propició la emancipación del pontificado romano[14], pero con la intención de que luego el Estado, la educación, las ciencias, la economía y el derecho continuaran regidos en conformidad con la revelación.
 
Sin embargo, fue Paul Tillich quien en su obra La era protestante señaló lo que a su entender es la marca identitaria del protestantismo. Según el autor:
 
El protestantismo tiene un principio que va más allá de todas sus realizaciones. Es la fuente crítica y dinámica de todas sus realizaciones, pero no se identifica con ninguna de ellas… El principio Protestante, que deriva su nombre de la protesta de los “protestantes” contra las decisiones de la mayoría católica, contiene la protesta divina y humana contra toda pretensión absoluta hecha por una realidad relativa, aun que esa pretensión sea hecha por una iglesia protestante[15].
 
Al referirse al “principio protestante”, como el punto nodal de la Reforma del siglo XVI, Tillich colocó un innovador criterio hermenéutico por el cual si bien no se cuestiona la importancia de la doctrina de la justificación por la fe en la ruptura dogmática establecida, sin embargo relativiza su centralidad en la “protesta”. El principio protestante advierte la permanente tentación de seguridad que significa absolutizar lo relativo como una característica de la religión institucionalizada. Sólo Dios mismo puede ser absoluto, sólo su palabra puede ostentar la autoridad final. Cualquier otro absoluto que no sea Dios, es un ídolo. Por lo mismo, sólo las Escrituras, fiel y cuidadosamente interpretadas en la comunidad creyente, pueden fundamentar artículos de fe. Fuera de ellos nadie puede imponer sus criterios con autoridad obligatoria[16].
 
En este sentido, si bien por una parte la Reforma protestante continuó como parte de la “cultura eclesiástica” medieval, su rasgo característico era el principio protestante, el cual le permitió en la dinámica propia de la “larga edad media” ser portador de un componente esencial en la desintegración del orden medieval. Según el teólogo Rubem Alves, “la Reforma contenía elementos innegablemente disfuncionales con relación a aquella síntesis, lo que daba a su pensamiento la función utópica”[17].
 
Así el dinamismo de la “larga Edad Media” para el protestantismo resultó fundamental, pues fue la atmósfera en la que por un largo periodo se nutrieron y desarrollaron las diversas prácticas piadosas en correspondencia con los diferentes desafíos que se le plantearon entre los siglos XVI-XVIII. A lo largo del periodo, el protestantismo estableció una relación dialéctica con los nuevos tópicos esbozados por la cultura emergente y recibió el impacto de ésta. Al mismo tiempo, el orden social comenzó a recibir la influencia de la mentalidad y la ética protestante. El protestantismo terminó por admitir que el ordenamiento de la vida social debía ser impartido desde el Estado y no desde la Iglesia y, a la vez, reconoció que junto a la práctica de la piedad era posible tolerar una vida secular emancipada, a la cual ya no se pretendería dominar primero directamente y luego indirectamente a través del Es tado.
 
Según nos advierte Ernst Troeltsch, en ningún momento debemos perder de vista que:
 
…si el protestantismo ha fomentado a menudo en forma grande y decisiva el nacimiento del mundo moderno, en ninguno de esos dominios es creador. Sólo le ha proporcionado una mayor libertad en su desarrollo, y este en forma muy diversa según los diferentes campos y también con fuerza distinta y en sentidos muy diversos según las confesiones y los grupos”[18].
 
Sin embargo, tres siglos más tarde de producida la Reforma en Europa, es notorio cómo la imbricada trama que presentamos al comienzo, entre Reforma, piedad y ética, fue esgrimida por los pioneros del protestantismo en América latina en la segunda mitad del siglo XIX, cuando tuvieron que legitimar su presencia misionera en América Latina. En sus esfuerzos apologéticos frente al catolicismo, dejaron claro que el protestantismo no sólo era una mentalidad religiosa y una disposición del alma, sino que también era una forma de acción inseparable de la piedad. Por ello, en momentos en que se estaban poniendo los cimientos de las naciones modernas rioplatenses, invitaban a los gobernantes y estadistas a sopesar —en una perspectiva comparativa—, las diferentes alternativas religiosas, ya que el juicio sobre cualquier forma de religión debía depender de las prácticas que ésta era capaz de inspirar. En ese marco, el protestantismo aceptaba el desafío y señalaba las consecuencias de su experiencia religiosa.
 
 
Convicciones religiosas y derivaciones éticas
 
En el protestantismo, la experiencia piadosa que da sustento a las convicciones religiosas es además la base de su experiencia moral y su ética. El disidente que reconoce en su existencia la supremacía del Cristo no puede conformarse con una vida moral basada en la observancia de un corpus de reglas externas o superficiales; su ética emerge de la conciencia interior y de un corazón rendido. De aquí que el protestantismo se opone por principio a cualquier forma de legalismo que prescriba los actos que el cristiano debe realizar. En su imaginario, no existe ningún código ético que pueda condensar la obligación moral cristiana en su totalidad. El cometido moral de la vida cristiana es inabarcable y nunca puede ser cumplido ateniéndose a una ley exterior a la conciencia íntima.
 
En el momento en que Martín Lutero descubrió la justificación por la gracia mediante la fe, tuvo una experiencia existencial que lo liberó del temor de caer en las manos de un Dios vengativo. La sola gratia cortaba las amarras de la ley y de las obras[19].
 
En una de sus primeras obras, Sobre la libertad del cristiano (1520), Lutero señala que el Evangelio significa libertad y ésta debía ser entendida como la liberación de toda servidumbre, dominación y autoritarismo. La “libertad del evangelio” está por encima de toda autoridad y de toda ley humana, mientras que el sistema papal se halla en una inadmisible contradicción con la libertad evangélica y el pontífice romano pierde su calidad de “obispo, para convertirse en un dictador”[20]. Al bregar por la restauración de “nuestra noble libertad cristiana”, Lutero busca que se permita “que cada persona escoja libremente…”[21].
 
La mentalidad legalista, según Lutero, tiene como base la autosuficiencia de los propios méritos y constituye dos tipos de personalidad. Por un lado está aquel seguro de su propia justicia afirmada en sus obras de moralismo externo. Por el otro, el desesperado por su falta de méritos y que busca salir de su fracaso por medio de la realización de acciones justificatorias. Sin embargo, ninguno hace el bien con libertad porque la principal motivación es su propia auto justificación.
 
El pensamiento de la Reforma al recapturar el mensaje escritural rompe este círculo vicioso, pues anuncia que Dios en su gracia perdona al injusto y lo justifica[22]. Así la gracia divina mueve al hombre justificado a la gratitud y lo transforma en una persona nueva que busca hacer la voluntad de Dios en entera libertad y no para lograr una justificación propia[23]. En otras palabras, la gracia divina liberta al hombre del legalismo y moralismo y lo hace libre para realizar el bien y como expresión de agradecimiento y glorificación al Dios que lo justifica por sola fide.
 
Como vemos, el protestantismo insiste en la autonomía de la conciencia cristiana y rechaza toda heteronomía o legalismo de parte de otros hombres. Sin embargo, al mismo tiempo la conciencia autónoma del protestante reconoce para sí otra ley superior, nos referimos a la ley de Dios, la voluntad de Dios revelada en Jesucristo. En ese sentido se establece un hombre “bajo autoridad”; pero esta autoridad no se exterioriza en ninguna institución (Iglesia), ni libro (catecismo), ni persona humana (pontífice). Es una autoridad que se reconoce, interpreta y acata espiritualmente. La autoridad suprema de Jesucristo en la vida religiosa se hace extensiva a la vida moral, y para el protestante el amor a Dios tiene como correlato el amor al prójimo. En esta dirección y como es posible constatar, el pensamiento religioso, la piedad y la ética son inseparables.
 
La misma acción liberadora ejerce la afirmación de la autoridad normativa de la Palabra de Dios, pues cuestiona el carácter absoluto de las tradiciones y la autoridad humana. A partir del principio de sola scriptura, ninguna autoridad (aún eclesial) puede imponerse sobre la conciencia del creyente, si carece de fundamento en las sagradas escrituras. Basta recordar a Lutero frente a la Dieta de Worms (1521), cuando afirmó “Mi conciencia es cautiva de la Palabra de Dios. Si no se me demuestra por las Escrituras y por razones claras (no acepto la autoridad de papas y concilios, pues se contradicen), no puedo ni quiero retractar nada, porque ir contra la conciencia es tan peligroso como errado”[24]. Según Lutero, la Palabra de Dios “que enseña la libertad plena” de ningún modo “debe ser limitada”[25] por dogmatismos, magisterios, concilios y papas.
 
Para Lutero, la obediencia a las sagradas escrituras desemboca en la liberación evangélica de toda autoridad, tradición o heteronomía que pretenda ser absoluta (idolátrica) frente a la exclusiva autoridad normativa de la Palabra de Dios. Lutero explica esto con elocuencia en su tratado de 1520, Sobre la libertad del Cristiano, porque el cristiano está sometido incondicionalmente a la Palabra liberadora del Evangelio, “el cristiano es el más libre de todos los seres humanos” (véase: Ro. 6:16-18). De este modo, sólo por las Escrituras y la gracia redentora de Dios, el hombre es libre de cualquier otra autoridad que pretenda imponerse sobre la conciencia del creyente.
 
Al analizar las relaciones entre el catolicismo y la sociedad de cristiandad, el teólogo Juan Luis Segundo, ha señalado que si bien el Concilio de Trento condenó las doctrinas enunciadas por los reformadores, ello no se debió en especial a la doctrina sobre la justificación por la gracia por medio de la fe, sino a una causa más profunda. A su entender la razón de fondo era el “principio protestante” por el cual la Reforma desató su protesta contra las “absolutizaciones” de la Iglesia católica. En particular, el abuso de autoridad y el dominio de una institucionalidad que en nombre de Dios y de su revelación terminaba divinizando lo que era humano y absolutizando lo que era relativo[26].
 
Así por ejemplo Martín Bucero, uno de los principales protagonistas de la Reforma en Estrasburgo[27], y en el marco de la puja entre el Emperador Carlos V y Francisco I, Rey de Francia, esgrimió el principio protestante cuando afirmó: ”Su Majestad Imperial se nos aparece como el instrumento de la bondad de Dios; cuando el Espíritu Santo le haya revelado “los abusos de la Iglesia romana”, “nos felicitará por habernos amoldado al puro y santo Evangelio en toda la extensión del Santo Imperio”[28].
 
En sus dichos podemos notar cómo el movimiento de Bucero se constituyó en uno de los primeros “protestantes” al representar a Estrasburgo en la protesta presentada al Emperador en la dieta de Spira en 1529, pues con energía denunciaba, en nombre del Evangelio, el “abuso” que significaba dar el título de sagradas y evangélicas a tradiciones que en realidad no lo eran. Dicha denuncia ponía en el tapete una crítica frontal al orden cristiano medieval.
 
El “principio protestante” señala la permanente tentación de seguridad que significa absolutizar lo relativo propio de la religión institucionalizada. Sólo Dios mismo es absoluto, sólo su Palabra divina puede ostentar autoridad final. Cualquier otro absoluto no es Dios, sino un ídolo. Por lo mismo, sólo las Escrituras, fiel y cuidadosamente interpretadas en la comunidad creyente, pueden fundamentar artículos de fe. Fuera de ellos nadie puede imponer sus criterios con autoridad obligatoria[29].
 
En la misma dirección apunta la idea reformada del sacerdocio universal de todos los fieles, por la cual Lutero entiende que todo cristiano es un sacerdote y un ministro de Dios, y toda la vida, empleo y oficio, son vocación divina dentro del mundo. “Una lechera puede ordeñar las vacas para la gloria de Dios”. En un pasaje aún más atrevido, Lutero afirma que “Todos los cristianos son sacerdotes, y todas las mujeres sacerdotisas, jóvenes o viejos, señores o siervos, mujeres o doncellas, letrados o laicos, sin diferencia alguna”[30].
 
Miguel de Unamuno dijo que “el más grande servicio acaso que Lutero ha rendido a la civilización cristiana, es el de haber establecido el valor religioso de la propia profesión civil”[31].
 
Durante la Edad Media tradicional la “vocación divina” y la “vida religiosa” estaban limitadas casi exclusivamente al monasticismo, y los laicos, por consiguiente, debían conformarse con una vida cristiana de segunda categoría porque no podían retirarse del mundo y dedicarse a la meditación y a la oración. El protestantismo vino a consagrar la vida común de todos los hombres. Dios puede ser servido con excelencia tanto en el convento, como en los trabajos ordinarios de la vida cotidiana. “El universo entero se convirtió en el templo de Dios. El taller se convirtió en Iglesia, la patria en santuario; y todos los que se afanaban por levantar el edificio de la vida humana ministraban en esa inmensa iglesia como sacerdotes consagrados. Esto constituía el nuevo criterio de Lutero, o sea, el concepto de la profesión secular como un culto divino”[32].
 
Si no hay diferencia religiosa esencial entre los laicos y el clero, teniendo todos acceso inmediato a Dios por medio de la fe, todos tendrán la misma obligación de hacer todo lo que esté a su alcance para el desarrollo del Reino de Dios en la Tierra. Se borra así la distinción de antaño entre los mandamientos del Evangelio —pobreza, castidad y obediencia—, que sólo se aplican a los religiosos que renuncian al mundo y se consagran a la vida ascética.
 
El protestantismo rechaza conscientemente el ideal de dos niveles de piedad, uno para los que se consagran a perseguir la perfección y otro para los que quedan en el mundo y se conforman con una especie de cristianismo de menor calidad. Dios reclama toda la vida, y
 
Cristo pregona un solo ideal: sean perfectos. “Una sola esfera para la actividad de todos: el mundo con sus intereses complejos, todos los cuales deben estar dominados y regidos por la voluntad de Dios… Salir del mundo ya no es la realización de un ideal superior; es una especie de deserción; allí donde Dios nos ha colocado hay que permanecer, luchar y triunfar”[33].
 
Diversos historiadores y estudiosos han señalado que los reformadores no llevaron este principio hasta sus últimas consecuencias, conservando mucho del clericalismo heredado de años de tradición eclesiástica. Sin embargo, el paso de la larga Edad Media a la modernidad significó un cuestionamiento radical del principio de autoridad de la Iglesia y, en ese proceso, Martín Lutero desempeñó un papel protagónico.
 
Su mensaje del sacerdocio universal de todos los fieles se colocó en las antípodas del clericalismo pues frente a las estructuras eclesiásticas de la Iglesia medieval ya que afirmó que:
 
Todas y cada una de las prácticas de la Iglesia son estorbadas, y enredadas, y amenazadas por las pestilentes, ignorantes e irreligiosas ordenanzas artificiales. No hay esperanza de cura, a menos que todas las leyes hechas por el hombre, cualquiera que sea su duración, sean derogadas para siempre. Cuando hayamos recobrado la libertad del Evangelio, debemos juzgar y gobernar de acuerdo con él en todos los aspectos[34].
 
Estas ideas contribuyeron a que con el ingreso a la modernidad el protestantismo en su teoría política terminara enunciando la autonomía del Estado frente a la Iglesia, oponiéndose, por un lado, a la teoría de que los poderes políticos deben estar subordinados a la Iglesia (en la época moderna, el clericalismo), y, por el otro, a la teoría bizantina de que la Iglesia debe estar subordinada al Estado (en la época moderna, el totalitarismo en cualesquiera de sus formas). El protestante afirma que el Estado existe por derecho divino, que tiene bases espirituales y que debe reconocer sus obligaciones ante la ley suprema de Dios. El gobierno puede ser monárquico o republicano, pero cualquiera sea su forma, debe reconocer los derechos inalienables de los gobernados y basarse en el consentimiento permanente del pueblo. Este principio, cuando es llevado a la práctica, produce democracias sólidas, las cuales tienen profundas raíces religiosas, pues en la tradición protestante se inculca el valor espiritual de la disciplina personal, se enseña la responsabilidad social del hombre libre y se reconoce que, en último análisis, la libertad se arraiga en la responsabilidad ante Dios.
 
El protestantismo, en general, apoyó en la modernidad la separación de Iglesia y Estado, aunque es importante señalar que el protestantismo está tan lejos del punto de vista laicista —que rechaza la interpretación religiosa de la vida y aboga por el secularismo positivista—, como del punto de vista clerical —que reclama la oficialización de la Iglesia y la sumisión del Estado a la jerarquía eclesiástica—. El protestantismo afirma que gobiernos y gobernados deben reconocer las realidades espirituales y su más alta expresión, esto es el ideal cristiano; pero no debe confundirse la soberanía divina con las pretensiones de ninguna jerarquía ni de ningún grupo político o social.
 
De aquí que la posición protestante, respecto a la escuela pública, se deriva de su posición político-religiosa. La Reforma fue un movimiento capaz de impulsar el establecimiento de las escuelas públicas en Europa y Norteamérica. Esas escuelas pioneras fueron las usinas de la extensión masiva de la cultura. Sin embargo, la creciente diversidad y mixtura de poblaciones católicas, protestantes, judías, ateas, etc, y la paulatina secularización del Estado fueron imponiendo otra solución. En países de gran diversidad se estableció la escuela laica, y así como el Estado debe proteger la libertad de conciencia y de acción de todas las iglesias, sin dar preferencia oficial a ninguna, tampoco la escuela debe inmiscuirse en los conflictos espirituales entre creyentes y no creyentes, entre una iglesia y otra, quedando la enseñanza propiamente religiosa en manos del hogar y de la Iglesia.
 
 
Los Puritanos, la predestinación y el orden divino
 
Cuando hablamos del movimiento Puritano nos referimos a los protestantes ligados al presbiterianismo, el congregacionalismo y los bautistas que a fines del siglo XVI y durante el XVII representaron la teología calvinista más dinámica, sobre todo en Inglaterra y Nueva Inglaterra[35].
 
Los puritanos partían de la comprensión de que nada en el mundo escapaba al orden establecido por Dios. Por otro lado, reclamaban que los hombres fueran cristianos activos y reflejaran en sus vidas la gloria divina, al punto de transformar en su nombre la sociedad en su totalidad. De la combinación entre la doctrina de la predestinación y un activismo acentuado surge la clave de comprensión para entender el ethos puritano[36].
 
Los puritanos creían que la naturaleza, la historia, el mundo y el hombre, estaban gobernados por Dios. La Providencia a través de la acción preservadora y ordenadora permanente de Dios, por un lado, y la predestinación, con su gobierno del destino del hombre por el otro, desembocaban en la determinación de todas las cosas por Dios. Dios estaba detrás de todo los hechos. Incluso el pecado no era excluido de su accionar providencial, aunque no podía responsabilizársele a Él. La culpa del pecado era del hombre, debido a su naturaleza caída. Dios, por su carácter santo, no puede ser autor del pecado. Hablando de la predestinación, Juan Calvino en sus Instituciones, dirá: “Actúan ignorante y calumniosamente aquellos que dicen que Dios resulta autor del pecado si todas las cosas acontecen por su voluntad y mandato, porque estos calumniadores no hacen diferencia entre la depravación del hombre y los escondidos designios de Dios”[37].
 
Sin embargo, estas aseveraciones sólo podían verterlas aquellos que eran creyentes y tenían la certeza del llamado divino. La predestinación se fundaba en la experiencia del creyente. Sólo el creyente podía decir que la predestinación era la causa de su fe. Indicaba el misterio de una elección que se asentaba en el Dios soberano, gobernaba y ordenaba todas las cosas de acuerdo con su perfecta y sabia voluntad.
 
La idea de Dios como gobernador de todas las cosas pertenecía a la experiencia piadosa de trasfondo puritano. Sin embargo, cabe aclarar que aunque Dios lo dominaba todo, no era un tirano. Había una diferencia sustancial entre la majestad de Dios y la tiranía, y Dios en toda su majestad ya se había revelado como un Dios misericordioso. Por ello, la acción soberana de Dios, en la cual se fundaba la doctrina de la predestinación, se fue inclinando muy lentamente hacia la gracia divina. En efecto, como señala R. Niebuhr, la soberanía de Dios no excluía su gracia, aunque la soberanía siempre tuvo preponderancia sobre la gracia durante el siglo XVII, y sólo recién en el siglo XVIII fue cediendo mayor espacio a la idea de la misericordia[38].
 
Los puritanos se consideraban fieles y subrayaba el misterio de la elección. Por lo mismo, nunca ponían en duda la justicia de Dios. Sin embargo, la convicción de que Dios gobernaba todos los acontecimientos, no los indujo a una interpretación acomodaticia que funcionara como pretexto para renunciar a las responsabilidades que debían asumir. En todo caso, dado que Dios los había llamado, debían hacer su obra con esmero. Dios demandaba hábitos, acciones y un carácter que reflejara la elección.
 
Ser llamado, elegido por Dios, era algo preciado y a la vez serio, lo cual requería que uno aumentara su actividad. La falta de diligencia, el dejarse estar, era una irresponsabilidad y una actitud rayana a la carencia de seriedad. Al diferenciar el calvinismo del luteranismo es posible afirmar que “Los calvinistas… esperaban que el mundo durara y creían que ellos eran instrumentos de Dios para convertirlo… El calvinismo ha implantado… una insatisfacción perpetua con nuestros logros y una inquietud frente al statu quo”[39].
 
La noción de predestinación de ningún modo conduce al quietismo. La predestinación significa que Dios ha puesto su mano sobre los hombres con un propósito. Al tener la experiencia piadosa y la certeza vital de ser escogidos y justificados por Dios por medio de la fe, los puritanos avanzaban un paso más y afirmaban que la justificación era sólo un primer peldaño que debía ser seguido por la santificación en Cristo. En efecto:
 
El protestante sabe que es un elegido de Dios, predestinación personal que resulta, según Calvino, del “consejo eterno de Dios mediante el que ha determinado lo que quería hacer de cada hombre”. Esta predestinación implica certeza y responsabilidad: certeza de figurar entre los elegidos, responsabilidad ante Dios que salva. El católico con la ayuda de la gracia, ha de merecer su propia salvación por las obras. El protestante ha de vivir de acuerdo con la ley, gratuitamente y sin contrapartida. En esto reside la responsabilidad del fiel: a la inversa que el católico, está liberado de la angustia de la muerte y del juicio, pero ha de testimoniar que Dios lo ha elegido recibiendo la Palabra y ajustándose a sus exigencias[40].
 
De aquí que los puritanos, en general, creían que el accionar de los creyentes en la sociedad era una señal de su elección, un signo para ellos mismos y para los demás, de que se contaban entre los escogidos de Dios. La validez y la certidumbre de la fe debían evidenciarse en la realidad de una nueva vida, es decir, santificada y abocada a hacer todo bajo la égida de Dios y para su gloria. La aserción escritural: “Por sus frutos los conoceréis”, era un principio que los puritanos se proponían realizar en sí mismos[41]. Todas las acciones apuntaban a ser emprendidas para Dios, y sólo actuando de ese modo el creyente podía alcanzar alguna razonable certeza de no estar engañado en su fe[42]. Por necesaria que fuera la justificación por la gracia, ella sola no brindaba al creyente la seguridad de la elección. La experiencia espiritual de la justificación necesitaba ser acompañada por la real santidad.
 
Sin embargo, los puritanos afrontaban un grave problema de conciencia cuando los inconversos o personas fuera la Iglesia y sin experiencia piadosa, parecían más responsables y mejores ciudadanos, juzgados por su proceder exterior, que los creyentes que confesaban que la justificación y la santificación procedía de la misericordia de Dios. El asunto se agudizaba porque los puritanos entendían que lo exterior era un signo de la realidad interior. ¿Qué certeza se podía tener de la propia salvación, si los inconversos hacían gala de un comportamiento envidiable?[43]. La consecuencia directa fue una actitud cada vez más denodada por vivir una vida como si no importase otra cosa sino Dios y alejado de las satisfacciones ofrecidas por el mundo.
 
Así la predestinación, que en Lutero había dado consuelo y sosiego, al parecer en la piedad individual puritana se transformó en algunos casos en incertidumbre[44]. Aunque el puritano jamás creyó que pudiera alcanzar perfección, esperaba no obstante señales manifiestas de su elección. Ante ello surgía la pregunta: ¿Cómo estar seguro de qué signos que se manifestaban reflejan con total evidencia ser un escogido? La ansiedad generada se suavizó mediante la noción de la imposibilidad de perder la elección. Esto no significaba que el creyente podía hacer lo que quisiera, sino que era una manera de afirmar que Dios tenía un interés por sus escogidos y, en consecuencia, ellos no necesitaban preocuparse por sí mismos.
 
A estas ideas los puritanos añadían un concepto que tendría importantes consecuencias en la historia moderna, nos referimos a su convicción de que aquellos que no luchaban la “batalla de la vida” estaban entre los perdidos. La inactividad era una señal que corroboraba que un individuo no era creyente. Para los puritanos el sosiego y la paz se encontraban inmersos en la más incesante actividad bajo los designios divinos. Mientras uno luchara bajo Dios, había esperanza de ser un escogido. La actividad del creyente era considerada una señal de elección, haciendo de la predestinación una certeza experimentada.
 
Con motivo de mantener la tensión entre la acción soberana de Dios y la importancia de la actividad humana, los puritanos de Nueva Inglaterra, sobre todo, hicieron hincapié en la “teología del pacto”. Para ellos las sagradas escrituras daban sustento para hablar de un pacto entre Dios y el hombre, iniciado entre Dios y Abraham, y continuado por el nuevo pacto Nuevo Testamento[45]. Este concepto permitía mantener tanto la relevancia de la voluntad y la responsabilidad humana, como el énfasis primordial y determinante de la soberanía divina, por la cual toda la vida estaba bajo la impronta de Dios.
 
Este era el correlato ético de la “teología del pacto” cuyas derivaciones eran tanto individuales como sociales. Cada individuo era de modo individual responsable delante de Dios y nadie podía ocupar su lugar[46]. Sin embargo, la “teología del pacto” comprendía también a un pueblo destinado a vivir en comunidad bajo Dios.
 
El plan de Dios para el mundo tenía una naturaleza social; incluía la participación de los individuos en un marco común que sostenía y daba sentido a todos. Comprendía una comunidad santa sostenida por Dios, pero expresada por hombres dedicados a hacer todas las cosas de acuerdo a su voluntad y para su gloria. Dado que ninguna área de la vida quedaba fuera de la responsabilidad ante Dios, los puritanos esperaban organizar toda la vida social y política de acuerdo con el ideario cristia no. En este sentido, “las colonias puritanas en Norteamérica debían ser un reflejo del Reino de Dios en la Tierra. El reinado de Cristo tenía que ser visible en la sociedad y en la Iglesia. El Estado respondía al llamado divino de funcionar como su agente auxiliar”[47], en Inglaterra[48] “en las décadas de 1640 y 1650, cuando Oliver Cromwell y otros soñaban con transformar Inglaterra en una teocracia; la integración de la religión y la política tenía como propósito reflejar la voluntad de Dios tanto en la Iglesia como para la nación”[49]. En la mayoría de los casos, el modelo de Ginebra fue el paradigma a seguir.
 
La motivación por hacer todas las cosas de acuerdo a la voluntad de Dios y para su gloria, los condujo a favorecer una vida marcada por una sobriedad extrema y una visión austera. En esto no había una impronta o espíritu pesimista, sino más bien el cultivo de una actitud intencional de resistir a las “cosas del mundo”. Al haber sido predestinados por Dios para una vida más allá, la realidad de esta vida —con sus triunfos y desilusiones—, no tenía un sentido definitivo. Nada merecía una lealtad categórica salvo la lealtad a Dios. La sociedad debía ser transformada, en lo posible, por el influjo de los creyentes, pero más allá de esto se hallaba la certeza de un Dios que de modo indefectible iba a llevar la historia a su cumplimiento.
 
La resistencia al mundo y la búsqueda de hacer todo bajo Dios comprendía la condena de los juegos de azar, porque eran una actividad frívola, y las energías del creyente se debían canalizar en el completo servicio de Dios. Los puritanos instaban a sus feligreses a leer buena literatura clásica, como libros religiosos que edificaran el intelecto y la piedad. Ingerir bebidas alcohólicas y la participación en bailes eran aceptados, siempre que no descarriaran al creyente. Estas definiciones condujeron a que en la vida cotidiana y económica los puritanos desplegaran un estilo marcado por la más extrema frugalidad e industriosidad. El dinero y los bienes no debían ser dilapidados ni tampoco el creyente debía colocar su confianza en ellos[50].
 
Cuando el estilo de vida frugal e industrioso se plegó a la diligencia, responsabilidad e incesante activismo en labores comunes, donde los creyentes cumplían su servicio a Dios y, a la vez, el éxito en esos trabajos era la marca de su elección, se efectuó una combinación capaz de influir en el contexto cultural, social y económico de la época.
 
Muchos puritanos pertenecían a la naciente clase de los comerciantes, y mediante sus esfuerzos y su frugalidad indudablemente aceleraron el ritmo de la expansión del capitalismo. Al mismo tiempo, el fuerte sentido de responsabilidad por el empleo de toda actividad bajo Dios contribuyó en importante medida a frenar los más flagrantes abusos del orden capitalista emergente[51].
 
Por otro lado, el puritanismo realizó significativos aportes en materia política, porque al reconocer a Dios como “soberano”, esta convicción les liberó del temor de confrontar con poderes que en el contexto social pretendían ejercer el abuso del poder o erigirse en órdenes tiránicos. La soberanía de Dios contribuyó a asumir una actitud desafiante frente al autoritarismo estatal o eclesiástico y “con este sentido de responsabilidad ante Dios solamente, los puritanos proporcionaron los fundamentos espirituales para una sociedad democrática”[52].
 
 
El protestantismo y la ética en el pensamiento de Max Weber
 
Para Weber, con la Reforma del siglo XVI se inaugura una transformación en el cristianismo, especialmente con la formación de las doctrinas del calvinismo, el pietismo, el metodismo, y los baptistas[53]. Este conglomerado conforma la tendencia del puritanismo protestante, que se define por una actitud ascética de carácter intramundana. Desde la óptica weberiana, las máximas éticas de las diversas teologías fundantes confluyen en el ascetismo, porque están basadas en el mismo comportamiento disciplinado que guía las voluntades individuales. A su entender, los principios morales impulsados por la Reforma protestante conducen a nuevas prácticas éticas ligadas a la laboriosidad como virtud cardinal[54].
 
Al analizar un pasaje de los “Consejos a un joven comerciante”, de Benjamín Franklin, descubre un número de postulados implícitos que terminan configurando un marco ético. Para él, la característica principal es un utilitarismo riguroso, por el cual “la honestidad es útil porque nos asegura el crédito. Por la misma razón, la puntualidad, la aplicación en el trabajo, la frugalidad, son también virtudes”[55]. La práctica de estas virtudes no le brinda al creyente ni la salud ni el placer, sino la acumulación sin fin de riquezas. El dinero se convierte en algo “totalmente trascendente”. No tiene más valor que el de ser una señal, un signo. En este caso es el signo de la competencia que, a su vez, en el plano religioso, es la marca de la elección divina.
 
Lo que diferencia a la mentalidad capitalista de la mentalidad precapitalista no es la sed del oro, el universal auri sacra fames, sino la idealización del dinero y la subordinación de las actividades humanas a la posesión de las riquezas[56].
 
Como consecuencia de esta visión, se desarrolló un nuevo sistema económico, caracterizado por algunos elementos, entre los que es menester señalar la movilidad del dinero, la extensión del crédito, la expansión del comercio y la libre competencia, entre otros. En el ámbito social, hay que marcar la aureola con que se envuelven las potencias financieras en el desarrollo histórico. Por otro lado, dado que el dinero funciona como signo de “competencia” o de la “elección”, esta ideología contribuye a extender, por una parte, la racionalización del trabajo y, por otra parte, el triunfo de la ciencia como medio para perfeccionar las técnicas.
 
Ahora bien, en la medida en que nos interesemos por la formación de la mentalidad capitalista —antes que en el sistema capitalista como tal—, el problema consiste en establecer en qué medida dicha mentalidad fue favorecida en lo esencial, por la piedad y el pensamiento de los reformadores.
 
Cabe recordar que la cristiandad medieval miraba al dinero con recelo. La sentencia aristotélica afirmaba que “el dinero no engendra dinero”, lo cual implicaba un énfasis en los medios de enriquecimiento —por el trabajo manual en particular—, antes que en las operaciones —vistas como impuras—, que representan las transacciones financieras.
 
La especulación y sobre todo el préstamo a interés, fue condenado por la Iglesia sin ambigüedades, en los Concilios de Lyon (1274), de Vienne (1312), de Letrán (1515) y la Bula universal de los Cambios (1571). Al prohibir la práctica de la usura, la Jerarquía realizaba lo que creía era uno de sus deberes: proteger a los humildes —campesinos y artesanos— contra la usura de los prestamistas a cambio de prendas y alhajas empeñadas. Sin embargo, a partir de la Edad Media, los canonistas se preocuparon por encontrar a esta regla interpretaciones acomodaticias. Las necesidades del comercio internacional y la dependencia en que se encontraba, por momentos, Roma y las coronas europeas con respecto a los banqueros, les habían inducido a ello[57].
 
En cuanto a la usura y el préstamo a interés, la moral de los reformadores no difería demasiado de la moral oficial de la Iglesia católica. La posición de Lutero sobre este asunto era aún más tradicional que la de los católicos, ya que condena toda especulación y se manifestaba en contra de las interpretaciones complacientes del papado. Los anatemas de Zwinglio, Heming o Bucero contra las prácticas y el espíritu mercantil, son similares a los de Lutero.
 
Juan Calvino, sin embargo, establecerá un punto de ruptura ya que no condena el tráfico del dinero, sino los abusos, la “licencia desenfrenada” que este tráfico genera. En este aspecto, Calvino debe ser considerado un pionero, ya que será uno de los primeros en concederle un valor positivo al dinero y la actividad comercial. El dinero lo considera como una herramienta útil para ejercer la caridad. Por otro lado, se coloca en las antípodas del principio aristotélico y admite —con ciertas condiciones—, la utilidad del préstamo a interés, con lo cual Calvino no hace más que rechazar la hipocresía existente. Sin duda fue uno de los reformadores más realistas y, según M. Weber, el “espíritu del capitalismo” se desarrolló progresivamente en el mundo protestante y, especialmente, entre los puritanos, favorecido por lo que llama la “ética del trabajo en el protestantismo ascético”.
 
En efecto, la Reforma trajo aparejada una cesura fundamental con el autoexamen del individuo sobre su propia vida interior y, en este marco, emerge la actitud ascética que hecha raíces en el principio determinista de su destino eterno, pero de implicancias en el ámbito de las acciones terrenas. Por la doctrina de la predestinación los hombres son gobernados por decretos divinos y fuera de su comprensión. El destino es el designio de Dios sobre los hombres.
 
Esto, según Weber, ha de tener significativas implicancias. Para él, el calvinismo niega toda confianza en la acción salvadora por medios sacramentales o ceremoniales, ocupando ese lugar la interioridad religiosa individual. Por otro lado, el criterio ascético se aplicó sobre la vida laboral de los individuos, ya que la vida contemplativa era un medio limitado y no alcanzaba para glorificar a Dios en plenitud. Frente a la predestinación, los creyentes tienen como única alternativa la manifestación de la fe en la vida cotidiana y sus trabajos. Como podemos notar, el ideal de vida ascético favorece la disposición hacia el trabajo arduo. Las acciones éticas puritanas se definen en el ejercicio de la santificación de las obras a través de las cuales se manifiesta la obediencia a la voluntad de Dios[58].
 
Según el concepto calvinista, la vocación debía ser entendida como la ocupación activa, a la cual el creyente voluntariamente se impone y obliga, a fin de materializar su fe en dicha labor. Así el puritano no puede permitirse ninguna renuncia, abandono o fracaso; él debe necesariamente triunfar porque esa es la señal de su elección[59].
 
Según Weber, la influencia del luteranismo y sobre todo el calvinismo, ha sido fundamental en la configuración de una serie de regulaciones, en la vida sexual, la dedicación al trabajo, etc, que tienen efectos en la utilización racional del tiempo, la acumulación de riquezas, en el uso de la fuerza de trabajo[60]. Sin embargo, con la disciplina ascética del trabajo no sólo se impulsa un sistema de reglas de conducta que ha de afectar los modos de producción, sino que además “el poder ejercido por el concepto puritano de la vida no sólo favoreció la formación de capitales, sino, lo que es más importante, fue favorable sobre todo para la formación de la conducción de vida burguesa y racional”[61].
 
La ascesis intramundana es el camino hacia la interioridad que sirve para abandonar los bienes de la dignidad y la belleza, la hermosura del frenesí y el delirio, el poder y el orgullo. La piedad puritana defendió la noción de señalar los instintos desenfrenados, el puro goce, la ambición, el placer irracional, etc. Eso es especialmente evidente en la condena del ocio, el amor a la riqueza y la sensualidad.
 
Como consecuencia de esta idea de la salvación a través del trabajo, el sujeto termina elaborando un sistema de regulaciones sobre su vida activa en relación con la cantidad de tiempo dedicado, la eficacia de las labores, la habilidad y el uso de las destrezas. Con el calvinismo, el sentimiento piadoso se termina convertido en una práctica. De hecho, para el calvinismo la práctica de la piedad estuvo desde el principio en contra de esa religiosidad puramente mística y sentimental que no termina de admitir lo divino en el alma, dada la absoluta trascendencia de Dios sobre lo creado. Para el calvinista, cuando su acción provenía de la fe implicaba que la gracia de Dios actuaba en virtud de aquel obrar ascético[62]. El ascetismo calvinista está unido con un sentimiento de arrepentimiento e indignidad por el pecado original, que le obliga a la poenitentia cuotidiana, es decir, que para el creyente no alcanza con creer y aceptar algunos hábitos y deberes espirituales, sino que hay que ser capaz de hacer ver lo que se cree[63].
 
Para el protestante no es suficiente con una actitud religiosa llena de unción y fervor. Al contrario, la salvación únicamente puede ser alcanzada en la constante constatación de la fe en las acciones realmente meritorias. Según Weber, en el protestantismo, en contraste con el catolicismo, el aspecto ético de la vida se define por una vida metódica y racional, meticulosa en todas sus acciones. El ascetismo es el resultado de un cambio radical de vida, en el sentido que constituye la puesta en marcha de una estrategia específica, por la que el creyente no se adhiere a las consignas religiosas expresadas en un catálogo de creencias religiosas, sino una serie de reglas de comportamiento que inciden en su conducta.
 
La consigna ascética elemental es que la actividad laboral es una forma de redención que debe ser continuada, precisada y calculada. Para Weber, la actividad constituye la manera de ejercer un control sistemático del cuerpo y el alma, impulsado por el cuidado que implica alcanzar el estado de gracia. Así, el trabajo se vuelve una práctica racionalizada en el creciente imperio del puritanismo protestante y es la expresión de cómo la concepción puritana adquiere una especial dimensión en el carácter privado de la vida de los hombres[64].
 
Para finalizar, si bien podemos afirmar que el protestantismo contribuyó a la formación de la mentalidad capitalista, es también evidente que este sistema desbordó ampliamente los límites de las sociedades protestantes. Por otro lado, el funcionamiento estructural del capitalismo tendió a ser independiente de toda ética reli giosa y su génesis es el resultado de múltiples causas, entre las que la ética de los reformados fue sólo una de las causas más importantes.
 
 
Bibliografía:
 
Alves, Rubem. Dogmatismo y tolerancia. Bilbao: Mensajero, 2007.
Amestoy, Norman Rubén. “El contexto de la reforma calvinista”, Teología y Cultura Año 6, vol. 11, diciembre (2009): 9-31.
Baschet, Jérome. La civilización feudal. México: Fondo de Cultura Económica, 2009.
Berkhof, L. Teología sistemática. Michigan: Tell Grand Rapids, 1979.
Bertrand, A. N. El Protestantismo. Buenos Aires: La Aurora, 1936.
Bosch, David. Misión en transformación. Grand Rapids, Michigan: Desafío, 2000.
Dillenberger, John y Welch, Claude. El cristianismo protestante. Buenos Aires: La Aurora, 1958.
Elton, Geoffrey R. The New Cambridge Modern History, T. II. Barcelona: Ed Ramón Sopena, 1971.
Fossier, Robert. La Edad Media, El tiempo de las crisis (1250-1520), T. III. Barcelona: Crítica, 1988.
García-Villoslada, R. Martín Lutero, T. 1. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1973.
George, C. H. y George, K. The protestant mind of the English Reformation (1570-1640). Princeton: Princeton University Press, 1961.
González, Justo. Historia del Cristianismo, T. II. Miami: Unilit, 1994.
Guerreau, Alain. Le féodalisme. Un horizon théorique. Paris: Le Sycomore, 1981.
Hill, C. Society and puritanism in pre-revolutionary England. London: Secker & Warburg, 1964.
Hobsbawm, Eric. En torno de los orígenes de la revolución industrial. Madrid: Siglo XXI Editores, 1971.
Huizinga, Johan. El otoño de la Edad Media. Madrid: Revista de Occidente, 1961.
Le Goff, Jacques. Una larga Edad Media. Barcelona: Paidós, 2008.
Leonard, Emile. Historia general del protestantismo, T. I. Madrid: Ediciones Península, 1967.
Lebrun, Francois. “Las reformas: devociones comunitarias y piedad personal” En Aries, Philippe y Duby, Georges. Historia de la vida privada, T. 5. Madrid: Taurus, 1992.
Niebuhr, Richard. The Kingdom of God in America. New York: Harper & Brothers, 1959.
Marius, Richard. “The Reformation and nationhood”, Dialog Vol. 15 (1976): 29-34.
Owen, John. Of the mortification of sin in believers:Works. Londres: Ed. William H. Gould, Banner of Truth Trust, 1966.
Packer, J. L. A quest for godliness. Wheaton: Crossway Books, 1990.
________. Rediscovering holiness. Ann Arbor: Servant Publications, 1992.
Rapp, Francis. La Iglesia y la vida religiosa en Occidente a fines de la Edad Media. Barcelona: Editorial Labor, 1973.
Rooy, Sidney. The theology of missions. Puritan tradition. Grand Rapids, Michigan: Eerdmans, 1965.
Segundo, Juan Luis. El dogma que libera. Santander: Sal Terrae, 1989.
Tawney, R. H. La religion et l´essor du capitalisme. Paris: Marcel Riviere, 1951.
Tillich, Paul. The Protestant era. Chicago: University of Chicago Press, Abridged ed., 1957.
Troeltsch, Ernst. Protestantism and progress. Boston: Beacon Press, 1958.
________. El protestantismo y el mundo moderno. México: Fondo de Cultura Económica, 1951.
Warfield, Benjamin. Apologetic. Studies in theology. New York: Oxford University Press, 1932.
Weber, Max. Ética protestante y el espíritu del capitalismo. Madrid: Sarpe, 1984.
Wolin, Sheldon S. Política v perspectiva. Buenos Aires: Amorrortu, 1974.

Notas:

[1] Cf. Norman Rubén Amestoy, “El contexto de la reforma calvinista”, Teología y Cultura Año 6, vol. 11, (2009): 9-31. Disponible en la red en www.teologos.com.ar.
[2] Emile Leonard, Historia general del protestantismo, T. I (Madrid: Ediciones Península, 1967), 18.
[3] Cf. Jacques Le Goff, Una larga Edad Media (Barcelona: Paidós, 2008), 23-66.
[4] Jérome Baschet, La civilización feudal (México: Fondo de Cultura Económica, 2009), 14.
[5] Cf. Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media (Madrid: Revista de Occidente, 1961).
[6] Eric Hobsbawm, Entorno de los orígenes de la revolución industrial (Madrid: Siglo XXI Editores, 1971), 7.
[7] Cf. Alain Guerreau, Le féodalisme. Un horizon théorique (Paris: Le Sycomore, 1981). Del mismo autor: L’avenir d’ un passé incertain. Quelle historie du Moyen Age au XXIe siècle?, (Paris: Le Seuil, 2001). También “Política / derecho / economía / religión: ¿cómo eliminar el obstáculo?”, en Reyna Pastor ed, Relaciones de poder, de producción y parentesco en la Edad Media y Moderna (Madrid: Ed. CSIC, 1990), 459-465.
[8] Cf. Francis Rapp, La Iglesia y la vida religiosa en Occidente; a fines de la Edad Media (Barcelona: Editorial Labor, 1973), 134-155.
[9] Cf. Ernst Troeltsch, Protestantism and progress (Boston: Beacon Press, 1958). “No puede suponerse que el protestantismo haya abierto el camino para el mundo moderno. Al contrario, parece ser, en principio, y a pesar de todas sus nuevas grandes ideas, un reavivamiento y un refuerzo del ideal de una civilización eclesiástica impuesta por la autoridad”. Ibíd., 85.
[10] Ibíd., 86.
[11] Ibíd., 59.
[12] Emile Leonard, op. cit., 18. Véase también: Francis Rapp, op. cit., 257-269.
[13] Ernst Troeltsch, El protestantismo y el mundo moderno (México: Fondo de Cultura Económica, 1951).
[14] En el caso de Juan Calvino, si bien también quedó ligado a los ideales de la cultura del Corpus Christianun, “forjó una nueva concepción de las relaciones de la Iglesia y del Estado en un sentido de complementariedad y no de subordinación. Ambos tenían que rendirse servicios mutuos”. Jean Pierre Bastian, Historia del protestantismo en América Latina (México: Cupsa, 1990), 30.
[15] Paul Tillich, The protestant era (Chicago: Abridged ed, University of Chicago Press, 1957), cap. XI, 162-163.
[16] Según Rubem Alves “El espíritu protestante implicaría una actitud de permanente vigilancia contra los ídolos seculares y sagrados, una negativa a ajustarse al status quo, una rebelión iconoclasta que niega obediencia a cualquier orden establecido. Pero ¿por qué? Por comprender que la situación humana está básicamente distorsionada. Esa distorsión básica, esencial, irresoluble, que preservó el símbolo del «pecado original», significa que no existe situación alguna ante la cual la conciencia pueda descansar tranquila, pronunciando su sí de aprobación. Conciencia es negación. Si la alienación de Dios es el denominador común de todas las construcciones humanas —instituciones, culturas, naciones, civilizaciones—, la única palabra que el hombre puede pronunciar es la de la denuncia profética”. Rubem Alves, Dogmatismo y tolerancia (Bilbao: Mensajero, 2007), 95.
[17] Ibíd., 130. En cuanto a los elementos del pensamiento protestante iban en contra de la síntesis medieval hay que recordar que J. Calvino enfatizó especialmente que la Iglesia tenía un único fundamento en la sola scriptura. Esta era la base de la eclesiología y la autonomía de la Iglesia y el Estado.
[18] Ibíd., 115.
[19] Hay que entender que para Lutero “la gloriosa libertad de los hijos e hijas de Dios” (Rom. 8,21) fue la salida a su búsqueda existencial de encontrar sosiego y salvación. Por medio de la justificación por la gracia somos libres de las demandas de la ley, pues podemos confiar en la revelación escritural que nos asegura que Dios nos ha aceptado.
[20] Sheldon S. Wolin, Política y perspectiva (Buenos Aires: Amorrortu, 1974), 158.
[21] Ibíd., 156.
[22] Siguiendo la teología paulina: “no por obras, sino para buenas obras” (Ef. 2:8-10).
[23] Según Karl Barth, los dos términos más relevantes del pensamiento protestante eran gracia (járis), palabra céntrica de todo pensamiento teológico y gratitud (eujaristía), término fundante de todo pensamiento ético.
[24] Justo González, Historia del cristianismo, T. II (Miami: Unilit, 1994), 44.
[25] Sheldon S. Wolin, op. cit., 155.
[26] Juan Luis Segundo, El dogma que libera (Santander: Sal Terrae, 1989), 301-309.
[27] Sobre la Reforma en Estrasburgo véase Elton Geoffrey R. The New Cambridge Modern History, T.II (Barcelona: Ed Ramón Sopena), 74-77.
[28] Emile Leonard, op. cit., 214.
[29] En esta dirección cabe advertir cómo muchos autodenominados “bíblicos” se constituyen en auténticos “papas evangélicos” con su “Santo Oficio” y sus mecanismos “inquisitoriales” para bregar por la “extirpación” de los ideas que van en contra de los tradicionalismos y dogmatismos que pretenden imponer. En muchos casos es el regreso al autoritarismo dogmático contra el cual se levantó Lutero y el mismo Pablo en la carta a los Gálatas. Cabe recordar cómo los judeocristianos de Galacia se habían vuelto al legalismo.
[30] R. García-Villoslada, Martín Lutero, T. 1 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1973), 467.
[31] Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida (Buenos Aires: Espasa-Calpe, Colección Austral, 1937), 222.
[32] A. N. Bertrand, El protestantismo (Buenos Aires: La Aurora, 1936), 115-116.
[33] Ibíd., 115.
[34] Sheldon S. Wolin, op. cit., 156.
[35] Cf. Justo González, op. cit., 44. Acerca de la revolución puritana en Inglaterra 281 y ss; sobre las colonias puritanas en Estados Unidos cf. 360 y ss; sobre la labor de los bautistas en Rhode Island cf. 363 y ss.
[36] Como señala Berkhof, la palabra predestinación no siempre se la ha utilizado con el mismo sentido. “Algunas veces se emplea simplemente como sinónimo de la palabra “decreto”. En otros sirve para designar el propósito de Dios respecto a todas las criaturas morales. Sin embargo, con más frecuencia denota “el consejo de Dios con respecto a los hombres caídos, incluyendo la soberana elección de algunos y la justa reprobación del resto”. L. Berkhof, Teología Sistemática (Michigan: TELL Grand Rapids, 1979), 128.
[37] Citado por Benjamin Warfield, Apologetic, Studies in Theology (New York: Oxford University Press, 1932), 194.
[38] Cf. Richard Niebuhr, The Kingdom of God in America (New York: Harper & Brothers, 1959), 88.
[39] Richard Marius, “The reformation and nationhood”, Dialog Vol. 15 (1976): 32.
[40] Francois Lebrun, “Las reformas: devociones comunitarias y piedad personal”, en Philippe Aries – Georges Duby, Historia de la Vida Privada, T. 5 (Madrid: Taurus, 1992), 111.
[41] Cf. J. L. Packer, A Quest for Godliness (Wheaton: Crossway Books, 1990). Véase sobre todo acerca de la relación de la idea de santidad y pecado en el puritanismo. Según Packer el autoescrutinio y el sufrimiento interno y externo en la lucha contra el pecado, encarnada en la experiencia piadosa puritana, es sólo una dimensión del concepto de santidad, la cual quedaría cercenada si no se entendiera que “la santidad puritana es fundamentalmente una alegre cuestión de paz, gozo, adoración, comunión y crecimiento”. J. L. Packer, Rediscovering Holiness (Ann Arbor, MI: Servant Publications, 1992), 107.
[42] Es interesante cómo para los puritanos ligaban todas estas complejas ideas con el objetivo misionero de la Iglesia. Para ellos desde Gisbertus Voetius (1588-1676) —el primer protestante en desarrollar una “teología de la misión”—, esta debía apuntar a darle la gloria última a Dios. Cf. David Bosch, Misión en transformación (Grand Rapids Michigan: Desafío, 2000), 320 y 322.
[43] Esta lucha aparece reflejada en los dichos de John Owen, uno de los grandes maestros puritanos, cuando decía: “pon a trabajar tu fe sobre Cristo para darle muerte a tu pecado. Su sangre es el grande y soberano remedio para las almas enfermas de pecar. Vive en ello y morirás como un vencedor; sí, por la bondadosa providencia de Dios vivirás para contemplar tu concupiscencia muerta a tus pies”. John Owen, Of the Mortification of Sin in Believers: Works (Londres: Ed. William H. Gould, Banner of Truth Trust, 1966), 79.
[44] Los reformadores del siglo XVI se alinearon en su conjunto detrás de la doctrina de la predestinación. Felipe Melanchton lo hizo en su etapa inicial. Lutero aceptó la doctrina de la absoluta predestinación, aunque luego afirmó que Dios quería que todos los hombres fueran salvos suavizando así su enseñanza. Calvino, por su parte, se mantuvo en la doctrina agustiniana de la absoluta y predestinatio gemina (doble predestinación). Cf. L. Berkhof, op. cit., 129-130.
[45] Ibíd., 313-356.
[46] En este sentido, no podemos perder de vista, como señala Francois Lebrun, que la reforma protestante —a partir de la justificación por la fe, el sacerdocio universal y la autoridad exclusiva de la Biblia—, estableció “una relación directa entre el fiel y Dios”. Francois Lebrun, op. cit., 102. Esto hizo que, según Alphonse Dupront, el protestante contara con un “ligero y capital equipaje que basta al hombre para vivir su obra de salvación completamente solo para realizarla”. Ibíd., 102.
[47] David Bosch, op. cit., 323.
[48] Sobre el Commonwealth cromwelliano (1648-1659), el periodo de efervescencia inglés, donde se destacan Diggers, Levellers y los hombres de la quinta monarquía, cf. Charles H. George y Katherine George, The protestant mind of the English Reformation (1570-1640) (Princeton: Princeton University Press, 1961) y C. Hill, Society and puritanism in pre-revolutionary England (London: Secker & Warburg, 1964).
[49] David Bosch, op. cit., 323: quien se apoya en el trabajo pionero de Sidney Rooy, The theology of missions Puritan tradition (Grand Rapids, Michigan: Eerdmans, 1965), 280 y ss.
[50] Cf. R. H. Tawney, La religion et l´essor du capitalisme (Paris: Riviere, 1951). El autor analiza la relación entre religión y negocios, donde toma en cuenta la gran tentativa de síntesis emprendida por el puritanismo primitivo. La obra abarca dos periodos de la historia inglesa. La prolongación de la Edad Media y la Reforma, y otra el tiempo moderno.
[51] John Dillenberger y Claude Welch, El cristianismo protestante (Buenos Aires: La Aurora, 1958), 105.
[52] Ibíd., 105.
[53] Cf. Max Weber, Ética protestante y el espíritu del capitalismo (Madrid: Sarpe, 1984), 109.
[54] Cf. Ibíd., 109-131.
[55] Ibíd., 50.
[56] Cf. Ibíd., 65 y ss.
[57] Sin embargo, había surgido toda una “casuística” en materia de finanzas que permitía a los comerciantes esquivar la prohibición eclesiástica.
[58] Cf. Ibíd., 104.
[59] Cf. Ibíd., 132-134. El concepto luterano de Beruf, significa a la vez “oficio” y “vocación”. Beruf es, en el pensamiento luterano, la actividad cotidiana, el oficio, cualquiera que sea, por cuya práctica esforzada el hombre se adapta a la voluntad divina. De la fórmula tradicional Ora et labora (ora y trabaja), Lutero acentúa deliberadamente el trabajo. Es para él una forma de negar la primacía de la contemplación sobre la acción, que el tomismo medieval había exaltado. Lutero ataca, sobre todo, lo que él considera la “ociosidad monástica” frente al trabajo del campesino. El hombre realiza su destino religioso en las actividades aparentemente más triviales y sostenido por la única fuerza de la fe. La salvación no es un problema ni de oficio ni de obras; sólo Dios dispone de nuestras vidas. De ahí que el hombre deba obedecer a su voluntad, contentarse con el estado en que ha sido situado, cumplir sus “obligaciones” en el mundo. Así obedece a su “vocación”. Parece claro que difícilmente se habría desarrollado con tanta amplitud en el mundo de los reformados la “ética del trabajo”, sin el apoyo de esta justificación moral dada por Lutero a las actividades temporales. Para que el capitalismo tuviera el desarrollo acelerado que alcanzó históricamente era necesaria una mentalidad marcada por una ética semejante.
[60] Cf. Ibíd., 212.
[61] Ibíd., 216.
[62] El luterano se aseguraba su estado de gracia sintiéndose instrumento del poder divino y cultivando el sentimiento de la unio mystica. Cabe recordar que Lutero cree que se puede alcanzar la gracia sólo si se confía con cierto arrepentimiento en Dios y, si además, se cultiva la fe constantemente. El punto culminante de la experiencia ascética en la que se aspira a la redención es la aceptación de la piedad de Dios, esto es, el sentimiento sustancial de una efectiva interiorización de lo divino. Esta experiencia es lo que Lutero llama unio mystica. Cf. Ibíd., 131-132.
[63] Cf. Ibíd., 133.
[64] Cf. Ibíd., 213.

Rubén Amestoy es Doctor en Teología por el Instituto Universitario ISEDET (Buenos Aires). La tesis doctoral como becario de Zending en Werelddiakonaat (Holanda) versó acerca de “Difusión y Cultura Protestante en el Río de la Plata; El rol del metodismo en los orígenes del Uruguay moderno; 1868-1904”. Es profesor invitado de la Cátedra de Historia de la Iglesia en el Instituto Bíblico Buenos Aires. Sus áreas de especialización son: historia del protestantismo en el Río de la Plata e historia de la Iglesia en América Latina. Coordina el Centro de Estudios Teológicos “Martin Luther King” en Córdoba y es miembro de la Fraternidad Teológica Latinoamericana (FTL). Contacto: rubennamestoy@yahoo.com.ar

Nota: Este artículo fue subido a la página de la FTL el 25/04/2024.

Más artículos en las siguientes secciones: Sagradas Escrituras, Teología, Misión, Historia, Ciencias Sociales.