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Ecos, resonancias y resistencias: el campo evangélico latinoamericano dentro de las disputas político-teológicas del siglo XX

Nicolás Panotto

El campo evangélico latinoamericano, así como buena parte del movimiento misionero de finales de siglo XIX y principios de siglo XX —dentro del llamado sur global—, está marcado por un conjunto de diatribas tanto religioso/teológicas como políticas, cuyas resonancias llegan hasta hoy. Las disputas teológicas del cristianismo anglosajón, las dinámicas coloniales que mezclan misión con «destino manifiesto», la disputa con el catolicismo entrecruzada de fidelidades nacionalistas e imperialistas, entre varios elementos más, aparecen en la idiosincrasia evangélica latinoamericana, no como un factor histórico pasado, sino como una especie de espectro que está presente, aunque a veces se desconoce su origen o incluso su existencia por parte de los mismos actores que forman parte de ella.
 
Pero esta historia dista de ser tanto lineal como pendular. No podemos hablar llanamente de imposiciones o de trayectorias progresivas. Más bien, debemos referirnos a una historia invadida de tensiones, resistencias, movimientos bruscos e incluso paradojas, que dan cuenta de las bifurcaciones dentro del campo evangélico, a raíz de sus diversas (re)apropiaciones, como una identidad religiosa que fluye en un caudaloso e intenso trayecto social, político y cultural. Más aún, no podemos hablar de la historia del campo evangélico latinoamericano sin considerar los cambios y transformaciones sociopolíticos de la región, en todas sus direcciones.
 
En medio de este contexto, resalta un imaginario muy común de escuchar: la opinión de que el campo evangélico es intrínsecamente de derecha y conservador. La historia nos da, sin duda, vastos ejemplos para dar cuenta de lo que podríamos identificar como una tendencia, con cierta mayoría, dentro de estos grupos. Sin embargo, una afirmación tan categórica dista de la verdad. Primero, porque no considera la pluralidad de reapropiaciones y configuraciones identitarias que se dan en su seno, en las marginalidades y desde dentro de sus vericuetos institucionales y dogmáticos. En otras palabras, más allá de que podamos identificar ciertas tendencias desde algunas voces públicas, institucionales y hegemónicas, lo que pasa dentro de las comunidades, y a partir de la diversidad de sujetos y colectivos que lo componen, se evidencia en una imagen mucho más compleja, que no puede ser determinada bajo dos polos o extremos.
 
No obstante, además, la historia del campo evangélico latinoamericano nos muestra un entrecruce de experiencias, testimonios e historias de raigambre crítica, comprometida con los derechos civiles y vinculada a expresiones ideológicas resistentes al conservadurismo político —sea de corte liberal, socialista o de izquierda—. Otra vez, dichas expresiones tampoco pueden ser encajonadas en extremos, ya que su trasfondo responde a orígenes muy disímiles: desde corrientes liberales tradicionales que se enfrentaron a las limitaciones del conservadurismo católico, hasta migrantes protestantes de origen socialista o anárquico que acompañaron la instauración de movimientos populares locales.
 
Un poco de los entramados de esa historia es de lo que queremos hablar aquí. Una historia que muchas veces se desconoce por el propio campo evangélico, a pesar de que algunos de sus epítetos —como «liberales», «conservadores», entre otros— son parte de un discurso presente dentro de sus narrativas eclesiológicas y teológicas, aunque se desconozcan sus orígenes y especificidades. Una historia de combinaciones, reapropiaciones y resistencias frente a corrientes teológico-políticas que, muchas veces, responden más a tensiones y discusiones que se dieron desde Norteamérica y Europa, y que los misioneros instalaron como locales a su llegada a estas tierras. Una historia de tramas que sirvió como trasfondo, para lo que hoy conocemos como las identificaciones evangélicas más representativas.
 
Lo que queremos proponer es lo siguiente. Existieron tres corrientes en disputa dentro del mundo europeo y anglosajón a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, que fueron el trasfondo de la llegada de grandes conglomerados protestantes a la región: la teología liberal, el Evangelio social y el fundamentalismo.
 
Las tensiones entre teología liberal y Evangelio social, por un lado, y el fundamentalismo evangélico, por el otro, marcaron una discusión entre tres corrientes que operaron en los inicios de la historia protestante latinoamericana: el movimiento ecuménico —compuesto mayoritariamente por iglesias de corte histórico—, el congregacionalismo evangélico conservador —que hunde sus raíces en las empresas misioneras norteamericanas posavivamiento, aunque también participan agencias misioneras europeas de corte pietista—, y lo que podríamos denominar como humanismo cristiano liberal, que pretende salirse de estos «extremos» —inclinándose, tal vez, hacia el Evangelio social que, a pesar de su relación con la teología liberal, enfatiza más elementos escatológico-políticos en línea con el socialismo del momento, de raíz alemana—, para buscar una especie de «tercera vía» que, como veremos, responde más a una perspectiva liberal, racionalista, tradicional y promotora de derechos civiles. Aquí, cabe resaltar el rol fundamental que grupos protestantes jugaron en la creación de cementerios públicos, registros civiles y la importación de nuevos modelos educativos.
 
Si nos adentramos a la segunda mitad de siglo XX, vemos que estas corrientes cobran nuevas figuras, pero con una importante diferencia: mientras en la primera mitad de siglo (principalmente entre 1920 y 1950), hay un rol mucho más notable por parte de los misioneros norteamericanos y europeos; en la segunda mitad (entre 1950 y 1980), ya nos adentramos a disputas teológicas, eclesiológicas y políticas que se dan entre las primeras generaciones de liderazgos «criollos». Es, de este modo, que las efervescencias revolucionarias de los 60 y 70 —que propulsaron las corrientes de teología de la liberación dentro del campo católico— impactaron dentro del mundo evangélico, dando lugar a distintos colectivos que se apropiaron de forma diversa de este escenario.
 
Es por ello que, en 1982, se crean el Consejo Latinoamericano de Iglesias (CLAI), red de iglesias y organizaciones vinculadas al movimiento ecuménico y, en gran medida, con el rostro protestante de la teología de la liberación; y la Confraternidad Evangélica Latinoamericana (CONELA), red de espacios evangélicos conservadores que marcan una profunda distancia con los movimientos liberacionistas, y se vinculan a espacios como el Congreso de Lausana y las campañas de Billy Graham. Paralelamente, también nace otro movimiento evangélico que intenta posicionarse como una «tercera vía»: la Fraternidad Teológica Latinoamericana (FTL), movimiento que se resiste a lo que define como el neoconservadurismo de la misiología norteamericana, pero que, al mismo tiempo, defiende una piedad evangélica no «extremista» —como define a la teología de la liberación—.
 
Al menos hasta la década de los 80, los sectores evangélicos latinoamericanos transitarán entre los vericuetos y pasajes que se entrelazaban entre los senderos de estas corrientes y movimientos. Pasaremos, a continuación, a detallar un poco más cada uno de ellos.
 
 
1. Disputas teológicas en la modernidad tardía
 
1.1 La teología liberal
 
La teología liberal simboliza una reacción —alimentada por el romanticismo imperante en el siglo XIX— hacia los modelos teológicos racionalistas de la era ilustrada —como lo representaban la crítica bíblica o los inicios de la búsqueda del «Jesús histórico»—, en la que las élites liberales destinaban a la razón como mediadora privilegiada de la experiencia religiosa. Aunque resultante de un espíritu romántico, esta corriente continuó guardando algunos de los aspectos centrales dentro de los parámetros de la ilustración del siglo XVIII. El «movimiento», sociocultural y filosófico del romanticismo aportó a la teología liberal la revalorización de lo natural/estético —que se refleja en Friedrich Schleiermacher, con su concepto de «intuición», desde las particularidades de lo finito para llegar a lo divino, o simplemente por el hecho de actuar como categoría en la relación ser humano-naturaleza de Albrecht Ritschl— y la «psicologización» del individuo, el cual no era definido solo por su razón, sino que, sobre todo, por su «experiencia», reflejada en el «sentimiento» de la vivencia religiosa (Schleiermacher, 1990) o su «transformación interior» (Adolf von Harnack, 2006). Sin embargo, esta corriente no deja de lado algunas características del marco racionalista del siglo XVIII, como, por ejemplo, la centralidad del individuo en los procesos de interpretación (de la realidad y los textos sagrados, entendidos como narrativas rituales), la posición (privilegiada aún) de la razón —a pesar de que no se entiende como «racionalismo»— y las categorías positivistas para determinar la veracidad de un hecho.
 
Para la teología liberal, ni la razón ni los dogmas de la iglesia institucionalizada son exclusivos depositarios del fenómeno religioso y su entendimiento. Schleiermacher cuestiona el hecho de que la teoría pueda llevar a la «intuición» de lo infinito. Albretch Ritschl afirma que lo único que puede dar cuenta la persona de Dios es la revelación, y que los juicios teológicos no son juicios científicos, sino «juicios de valor» (Ritschl, 1900). Por su lado, Harnack sostiene que aunque la apologética es útil, hace entrar la teología en campos difíciles, los que quitan la «sencillez» del Evangelio, y que no es posible encerrar la religión en un conjunto de conceptos.
 
Con base en lo dicho, la experiencia subjetiva cobra un rol fundamental en el descubrimiento (histórico) del misterio y, también, en la práctica de lo religioso. No se parte desde la razón para conceptualizar lo divino, sino que la vivencia existencial y la praxis concreta de cada individuo se transforma en el medio de manifestación de lo infinito. Esta «experiencia» será conceptualizada de manera distinta por cada teólogo. Por su lado, Schleiermacher hablará de la experiencia como la «intuición» de lo infinito a través de las particularidades finitas de la realidad, lo que crea un «sentimiento» de dependencia. Ritschl hará hincapié acerca del «estilo de vida» cristiano y su relación con el medio. Harnack, finalmente, hablará de religión como «la vida eterna en la vida terrenal, bajo el poder y ante la presencia de Dios».
 
Todo esto llevará a una reinterpretación de la persona de Jesús. Los intentos del racionalismo teológico de hacer de la cristología una construcción fantasiosa y mitológica, a través de relatos irracionales, son ahora cuestionados —aunque no subestimados— por una «lectura existencial» de la vida de Jesús, en la cual lo importante ya no reside en demostrar la existencia histórica de Jesús o argumentar la veracidad de los hechos en torno a su vida, como los relatan los Evangelios, lo que importa es lo que Jesús es «para mí» y mi relación con el medio.
 
Todo esto, por ende, lleva a una resignificación de las fuentes bíblicas, ya no en clave racionalista o sistemática, sino existencial. Esto no se evidencia tanto en Schleiermacher, para quien la tradición cristiana tiene un lugar secundario frente a la «intuición» del misterio en la existencia. Ritschl y Harnack, por su parte, se basarán un poco más fuertemente en la tradición bíblica crítica para elaborar sus teologías, mostrando ciertos matices con la posición más existencialista de Schleiermacher.
 
 
1.2 El Evangelio Social
 
El movimiento del Evangelio social nace de la influencia de la teología liberal, así como de una reacción al contexto sociopolítico de fuertes transiciones en la urbe europea y norteamericana, especialmente en tiempos de la llamada «revolución industrial», con todo el impacto que ello conllevó sobre la población y las migraciones internas. Por un lado, este movimiento afirma que la injusticia social es algo consecuente, y hasta estabilizador, de la estructura industrial y comercial del momento, llevando a una clara lucha de clases entre proletariado y burguesía. Por otro lado, el fenómeno de la industria, la tecnologización, la masificación poblacional en los centros urbanos, la promoción de una sociedad de consumo, que sostiene la producción de bienes de uso y la fabricación en serie, produjo fuertes cambios en el mismo contenido de la estructuración social y su vida diaria. Algunos de estos cambios se traslucen en la estructuración familiar, las clases, la forma e «intención» en la vida laboral, el surgimiento de una «sociedad represiva» que controla la libertad a través de la propaganda (mass media) y restringe el «ocio», entre muchos otros aspectos.
 
Es así como el movimiento del Evangelio social se nutre, en gran medida, de los presupuestos del marxismo, pero más aún de los socialismos en boga por la época, cuyas ideas tomaron gran relevancia en el ámbito de la crítica social. Las mismas no solo representaron una fuerte crítica al status quo, sino que también sirvieron de inspiración de grandes cambios en círculos académicos, corrientes ideológicas y distintas áreas del entretejido social. Una de las aristas influenciadas fue la teología.
 
El círculo en el que nace el Evangelio social, surge a partir de un número de pastores y teólogos que repiensan el Evangelio y su injerencia en el mundo, a partir de los nuevos fenómenos sociales, influenciados por las corrientes ideológicas sociopolíticas del momento —como el socialismo religioso—, así como de algunos elementos de la teología liberal. Uno de sus mayores referentes fue Walter Rauschenbusch, con su obra Christianity and the Social Crisis (1907 [1991]), pastor bautista que migró de Alemania hacia Nueva York a fines del siglo XIX. En esta obra, elaborará el concepto de reino de Dios desde una clave sociopolítica, destacando la dimensión colectiva de dicho concepto teológico, la cual afectaba todas las áreas de la vida humana. De aquí la relación entre el reino de Dios y la justicia social. Aunque se inspira en buena parte de la teología liberal —especialmente de los trabajos bíblicos de Albert Ritschl—, se separa de dicha corriente al plantear que Jesús no es solo un «maestro moral», como lo planteaba el liberalismo, sino un líder religioso, en la cual la fe asumía un efecto concreto de transformación y de activismo por la justicia.
 
Podríamos decir que el movimiento del Evangelio social, es una continuación de la teología liberal en tres aspectos: en su instancia crítica a las estructuraciones eclesiales tradicionales; la valoración de la experiencia humana como instancia hermenéutica; y la centralidad del Jesús histórico y su consecuente metodología de crítica bíblica.
 
En este último punto, tal como hemos mencionado, se separa de la teología liberal en el hecho de que la búsqueda del Jesús histórico no sirve tanto a un vicio cientificista, sino a la inspiración del compromiso político de su ministerio. Sin embargo, muestra una ruptura con esta corriente teológica, a partir de su concepción antropológica y su idea de incidencia social del Evangelio. En cuanto a la primera, vemos la influencia del socialismo en la importancia de resaltar el rol activo del ser humano en la sociedad, según la antropología marxiana; el desenvolvimiento en el medio para sustentarse a sí mismo y también «construirse» como persona, es un derecho que todo ser humano posee. El segundo aspecto, tiene que ver con el hecho de que la teología liberal promovía la acción del Evangelio en una clave existencial, pero desde una perspectiva individualista e interiorista, es decir, si existe algún cambio a nivel social es porque primero hay un cambio en el individuo, y desde él hacia el medio. En cambio, el Evangelio social destaca una idea más estructural del cambio producido por el Evangelio; él mismo debe provocar transformaciones, en todos los aspectos de la sociedad, hacia el bienestar de todos los individuos como colectivo.
 
 
1.3 El fundamentalismo
 
Frente al avance de las teologías liberales y del Evangelio social, el fundamentalismo nace como un movimiento que trata de promover un mayor afianzamiento a los fundamentos tradicionales de la iglesia cristiana, al menos en su corriente pietista radical. Surge, ciertamente, como contrarespuesta a movimientos de la época —especialmente los dos mencionados—, ya que no solo se consideraban contrarios a los fundamentos teológicos centrales del tradicionalismo protestante del momento, sino que, también, al trasfondo sociopolítico en en el que se gestan estas teologías, puesto que la mayoría de ellas proviene de teólogos y pastores comprometidos con ideologías como el socialismo o la socialdemocracia.
 
En concreto, el llamado movimiento fundamentalista evangélico nace en Estados Unidos, a partir de la publicación de 90 ensayos, dentro de 12 volúmenes, entre los años 1910 y 1915, denominada The Fundamentals: A Testimony To The Truth. Tal como demuestra George Mardsen (1991:1-61), lo que hoy entendemos como «fundamentalismo»» no fue lo mismo en sus inicios. Las crisis sociopolíticas y económicas manifestadas entre 1870 y 1920, llevaron a un paulatino quiebre del campo protestante anglosajón. Por entonces, las corrientes más conservadoras, que seguían los postulados de The Fundamentals, atravesaban distintas denominaciones.
 
Recién en 1920, se comenzó a llamar a este movimiento como «fundamentalista», pero desde una noción no tan cargada simbólicamente como hoy; remitía, al contrario, a un movimiento conservador que se oponía al impacto de la modernidad y la «secularización humanista» en la iglesia. Hasta 1930, dicho movimiento intentó afianzarse de forma más institucional a través de diversas denominaciones. Tras no lograrlo, se mantuvo más bien como un movimiento transversal que movilizaba a personas, instituciones —sean organizaciones basadas en fe, organizaciones misioneras, federaciones bíblicas y seminarios teológicos— e iglesias locales. Fue recién hacia la década de los 60, que la nomenclatura de «fundamentalismo» se desprende de su origen exclusivamente evangélico, para referirse a los fenómenos de extremismo religioso en diversas expresiones (Almond, Appleby y Sivan 2003).
 
Son varios los elementos «fundamentales» que este movimiento defiende. Tal vez, el más relevante es la noción de inerrancia e infalibilidad de La Biblia como norma de fe y práctica. La Biblia se comprende como el mensaje directo de Dios hacia los profetas y los apóstoles, transmitida hacia la iglesia. Al ser revelación directa de Dios, es inerrante e inefable. Dios reveló palabra por palabra. No hubo intervención humana alguna. Existe exégesis, pero no desde los parámetros de la crítica histórica o lingüística, las cuales son metodologías «humanas». Toda orden o punto «doctrinal» dentro de La Biblia, es tomado literalmente y traspalado como dogma para nuestros días.
 
A esto se suman otros elementos: el énfasis en la figura mesiánica/ cristológica de Jesús, en contraposición a la lectura histórico-crítica vinculada a parte de la teología liberal, que planteada la dimensión mitológica de la historia de los Evangelios; el énfasis en una soteriología personal e individualista, que se centraba en la salvación del «alma» como forma de aceptación delante de Dios, así como de ingreso a la comunidad eclesial y del proceso de justificación; una escatología supramundana, dispensacionalista y milenarista, entre otros.
 
Estos aspectos, estrictamente teológicos, impactan directamente en algunas de las prácticas promovidas por estos grupos: la distinción entre iglesia y mundo, teniendo la primera la misión de «salvar» a las personas de la perdición del segundo; rechazo a todo tipo de pluralismo, especialmente religioso —aunque también incluye al ecumenismo, otros sectores protestantes y el catolicismo—; rechazo a toda corriente filosófica «humanista» y cualquier tipo de diálogo con la ciencia.
 
Se podrían destacar muchos otros elementos «fundamentales» de este movimiento, aunque los mencionados podrían ser considerados como los más elementales. De allí se derivarán otros aspectos tanto teológicos como prácticos.
 
 
2. Campo evangélico latinoamericano a inicios del siglo XX
 
En el marco de estas disputas, en América Latina podremos identificar sectores que representan las tres corrientes, aunque con diversos matices, muchas veces importantes. La teología liberal, alcanzará a diversos espacios de formación teológica que comenzaron a crearse en la región, a partir de la iniciativa de Iglesias de corte histórico. Sin embargo, no podríamos decir que dicha corriente encuentra una conformación sólida o que construye un movimiento específico de significancia en la región; más bien, influye en ciertos sectores eclesiales y algunos teólogos reconocidos, cuya formación teológica se realiza en Alemania o Estados Unidos. Tal vez, su enraizamiento más reconocido lo veremos en décadas posteriores, dentro de las voces protestantes de la teología de la liberación, no obstante, desde visiones epistemológicas e incluso metodológicas muy distintas.
 
Al contrario, hay dos corrientes que cobrarán más fuerza y que terminarán creando sectores más afianzados, con impacto en las futuras generaciones evangélicas latinoamericanas. Por un lado, una corriente de corte liberal-humanista que, aunque se toma de elementos tanto de la teología liberal como del Evangelio social, aún responde a cierto tradicionalismo protestante que lo mantendrá en tensión con algunos elementos críticos del liberalismo, en relación con prácticas pietistas y con una práctica matizada en términos de incidencia política y civil. Por otro lado, podemos identificar sectores evangélicos neoconservadores que, a pesar de ser cercanos a varios elementos de la agenda fundamentalista, no llegarán a extremos tan marcados, aun cuando muchos de sus grupos tomarán ese rumbo con el paso de las décadas.
 
El congreso ecuménico de Edimburgo, en 1910, dispuso que América Latina no debía ser territorio misional, en vistas de que se consideraba un «continente cristiano» debido a la presencia de la iglesia católica. No obstante, agencias, iglesias y organizaciones que trabajaban en la región crearon, en 1915, el Comité de Cooperación para América Latina (CCAL), que derivaría, en 1916, en el Congreso de Panamá. Aquí, juntas misioneras de corte liberal y humanista realizaron un monitoreo y planificación del trabajo —tanto en conjunto como por organización— para llegar a toda la región. De aquí vinieron las conferencias ecuménicas de Montevideo 1925, La Habana 1929 y Buenos Aires 1949, siendo esta última emblemática, según varios analistas, ya que dará cuenta de la «atomización del protestantismo» local, así como de las tensiones entre los grupos, tanto por temas teológicos como políticos (Bastián 1997).
 
En cuanto a los sectores neoconservadores, llegarán principalmente desde dos lados: las sociedades bíblicas y las juntas misioneras. Hay dos clases de sociedades bíblicas que arribarán: las pertenecientes a las iglesias históricas y otras al «protestantismo de santificación», de corte pietista y relacionadas con los movimientos avivamientistas de finales del siglo XIX. Las dos sociedades más conocidas son la SBBE (Sociedad Bíblica Británica y Extranjera) y la SBA (Sociedad Bíblica Americana). Estas sociedades tenían por objetivo distribuir biblias a lo largo y ancho del continente, con la intención de adentrar a la «verdadera» fe, aun cuando, en algunos casos, también había un enfoque en la promoción de espacios formativos. Uno de los personajes más importantes en esta empresa fue Diego Thomson, conocido por su trabajo en la distribución de La Biblia en varios países del Cono Sur, como, asimismo, en la promoción del sistema Lancaster de educación en varios de ellos.
 
La difusión de La Biblia estuvo muy relacionada con la empresa civilizatoria del continente hacia marcos europeos, modernos y liberales —la muestra más clara de ello, es la utilización del Nuevo Testamento como material base de lectura para el sistema Lancaster—. Y a ello se debe la apertura y la facilitación del camino para la llegada de los misioneros, y la instalación de las sociedades bíblicas, no solo como organizaciones religiosas, sino también como proyectos educativos e incluso de incidencia pública.
 
En esta «etapa» —si se puede denominar así—, el gran protagonista será Estados Unidos, a través de la creación de un gran número de agencias y juntas misioneras desde diversos grupos y tradiciones eclesiales (bautistas, anglicanos, metodistas, presbiterianos, pentecostales, entre otros). Estas organizaciones, se dedicaron a impulsar la lectura de La Biblia, a «plantar» iglesias, combatir al catolicismo (o el «papismo») y fomentar los valores del «progreso» moderno y liberal.
 
Por su parte, las juntas misioneras se encargaron de involucrarse en aquellas problemáticas impulsadas por el surgimiento del liberalismo, como lo fue la lucha contra la esclavitud, los derechos civiles y la resistencia contra una «influencia desmedida» de los cuerpos estatales en las cuestiones individuales y públicas —dinámicas muy propias del caudillismo conservador latinoamericano—. Por esta razón, la instalación de estos órganos en el continente, al llegar, fue la instalación de toda una serie de «obras sociales» (orfanatos, escuelas, hospitales, etc.), con una doble intención: por un lado, crear espacios para ganar adeptos y, por otro lado, la de implantar los «progresos» de la civilización anglosajona (Bonino, 1995).
 
Esto muestra un elemento paradójico del origen del movimiento evangélico latinoamericano. Muchas denominaciones, organizaciones y misiones que surgieron de estos espacios tradicionalistas, y que hoy podríamos enmarcar como conservadoras —inicialmente «apolíticas», no obstante, hoy día con claras agendas de incidencia—, tienen un pasado comprometido con profundos logros en términos de derechos civiles y humanos, como la lucha por leyes de libertad religiosa, registros civiles públicos por fuera de la iglesia católica, el reconocimiento de cementerios públicos, la promoción de sistemas educativos amplios, entre otros aspectos. Esto va en sintonía con el crecimiento de partidos «moderados» en distintos países de la región, a partir de 1920, que cuestionan el clasismo burgués liberal, pero que, a su vez, se resisten a la «izquierda». En palabras de José Míguez Bonino:
 
Y aquí mi tesis es que hacia 1916 el protestantismo misionero latinoamericano es básicamente «evangélico» según el modelo del evangelicalismo estadounidense del «segundo despertar»: individualista, cristológico-soteriológico en clave básicamente subjetiva, con énfasis en la santificación. Tiene un interés social genuino, que se expresa en la caridad y la ayuda mutua pero que carece de perspectiva estructural y política excepto en lo que toca a la defensa de su libertad y la lucha contra las discriminaciones; por lo tanto, tiende a ser políticamente democrático y liberal, pero sin sustentar tal opción en su fe ni hacerla parte integrante de su piedad (Bonino, 1995, p. 46).
 
Entre 1930 y 1960, nacen seminarios y federaciones de todo tipo, junto a las nuevas corrientes migratorias y misioneras, que se dan a partir de la década de los 30. También encontramos importantes referentes, como los mexicanos Alberto Rembao y Gonzalo Báez-Camargo, el brasileño Erasmo Braga, el argentino-estadounidense Jorge P. Howard y misioneros como Samuel Guy Inman y Juan A. Mackay (Bonino, 1995, pp. 11-33). Estos pensadores no solo aportaron a la construcción de valiosos legados teológicos, sino también —junto a ellos— a muy relevantes reflexiones políticas que, lamentablemente, han ido quedando marginalizados con el tiempo, aunque no desaparecieron.
 
Por ejemplo, este protestantismo, ayudó a pensar en la vinculación entre una «religión personal» y el «espíritu democrático», que en ese momento se traducía en los nuevos procesos de recuperación de las instituciones liberales, a través del impacto migratorio pos Primera Guerra Mundial, así como del paso de varios golpes de Estado y regímenes militares, que se vivieron desde finales del siglo XIX hasta 1930[1]. En algunos casos, incluso, se propone una «lectura proletaria» de Cristo, la cual no solo responde a una adaptación socialista de la exégesis bíblica —muy en línea con el Evangelio social—, sino, más bien, a una crítica al concepto de hombre-masa y hombre-clase, muy en boga en aquel tiempo, el cual anulaba lo individual por el todo. Podríamos decir que representan un antecedente de la visión protestante de la teología de la liberación[2].
 
Finalmente, podemos destacar el gran aporte a la reflexión acerca de temas como la libertad religiosa y la libertad de consciencia, alimentados en gran medida por la tensión con el catolicismo romano, el cual abogaba más por un modelo de «tolerancia» que, en realidad, implicó en términos reales la promoción de una política de «ficheros de culto no católico», que solo promovió la alienación de otros grupos religiosos, principalmente judíos y protestantes. Frente a ello, estos pensadores protestantes respondieron defendiendo el valor democrático de la libertad y la pluralidad[3].
 
 
3. Nuevos procesos políticos en tiempos de posguerra
 
Este período es el tiempo del afianzamiento de las expresiones evangélicas «criollas» de las distintas raigambres teológicas mencionadas. En todas estas corrientes, se produce un quiebre con respecto a las herencias denominacionales y teológicas. Comenzaron tanto las tensiones con las misiones e iglesias «madre» en el extranjero, así como los conflictos internos de poder en los liderazgos, entre aquellos que seguían con mayor fidelidad las líneas fundamentales y quienes pretendían una visión más actualizada y «autóctona» de sus identidades.
 
Vale destacar la imposibilidad de afirmar que alguna de estas corrientes representó una versión más contextualizada que la otra. Tanto los grupos neoconservadores como los humanistas, liberales e históricos dieron cuenta de un intento de mostrar un liderazgo propio, así como de mantener —al menos en diversos niveles— contacto con sus raíces. Todo esto para desmentir una posición extendida, con respecto a que los grupos neoconservadores fueron una expresión más «norteamericana», mientras que el resto reflejó una visión más «latinoamericana». La historia muestra que incluso estos últimos sectores —especialmente los ecuménico—, tampoco perdieron su contacto e incluso dependencia de iglesias y organizaciones europeas, quiebre que comenzaron a vivir recién a finales de los 90, y que implicó una gran crisis para el movimiento (Preiswerk, 2001; Cunha, 2016).
 
Hasta finales de la década de los 50, vemos bastantes puntos comunes entre las iglesias congregacionalistas e históricas, es decir, entre aquellas que provenían de una visión más neoconservadoras con las históricas, vinculadas al movimiento ecuménico. Aun cuando existían diferencias doctrinales, e incluso respecto a visiones morales —haciendo eco de las disputas entre conservadurismo y liberalismo—, ello no impedía el desarrollo de algunos esfuerzos conjuntos.
 
Sin embargo, las efervescencias sociopolíticas de los 60, comienzan a crear escisiones más marcadas. Dos fueron los factores decisivos. Por un lado, la movilización de grupos de liberación y revolucionarios —comenzando con los sucesos en Cuba en 1959— y su impacto en el nacimiento de la teología de la liberación. Por otro, el aterrizaje de diversas dictaduras militares a partir de mitad de los 60, incrementándose en los 70 y 80. Ambos sucesos, llevaron a las iglesias evangélicas a dividirse según su resistencia o apoyo a los movimientos políticos emergentes, en torno a las teologías de la liberación o su posición frente a los regímenes dictatoriales.
 
En cuanto al movimiento ecuménico latinoamericano, sabemos que ha estado ligado a la Conferencia de Panamá 1916, y luego a las Conferencias Evangélicas Latinoamericanas (CELA) en 1949, 1961 y 1969. Durante el CELA II, se crean dos espacios emblemáticos para la corriente evangélica ecuménica latinoamericana: Iglesia y Sociedad en América Latina (ISAL) y la Comisión Evangélica Latinoamericana de Educación Cristiana (CELADEC). Finalmente, en el marco de la Conferencia de Oaxtepec, México (1976), se creó el Consejo Latinoamericano de Iglesias (CLAI). Por el lado conservador, hacia el año 1982, se creará la Confraternidad Evangélica Latinoamericana (CONELA), que estará unida a movimientos internacionales como el Pacto de Lausana. De este movimiento, también saldrán otros esfuerzos, como la Cooperación Misionera Iberoamericana (COMIBAM), que será una iniciativa que reunirá iglesias y organizaciones misioneras para el envío de misioneros transculturales, tanto dentro de la región como en otros continentes.
 
No obstante, entremedio de estos dos polos, encontramos otro movimiento, que nace como una «tercera vía», que intenta marcar una posición frente a la herencia norteamericana del neoconservadurismo, así como de los «extremos» ideológicos y teológicos de los grupos ecuménicos y liberacionistas. Nos referimos a la Fraternidad Teológica Latinoamericana (FTL). Vemos, en este espacio, la misma dinámica que imprimieron los grupos humanistas liberales en su momento; no por casualidad, varios referentes vinculados a él rescatarán las obras de pensadores como Juan Mackay o Gonzalo Báez-Camargo. Los Congresos Latinoamericanos de Evangelización (CLADE) han sido, históricamente, instancias medulares del desarrollo teológico evangélico de esta corriente. Desde el CLADE I, en 1969, estos eventos han actuado como «termómetro», tanto de coyunturas históricas en el continente como, también, de la situación de la iglesia y del quehacer teológico (Panotto, 2013).
 
La idea de Misión Integral (MI) es la propuesta más importante y representativa de la FTL. Surgió a finales de los 60, como un llamado a la contextualización del Evangelio y la tarea misional cristiana, hacia una mayor sensibilización con el contexto social latinoamericano. Además, hay que recordar que este paradigma responde a dos posicionamientos teológicos, también en emergencia en aquel tiempo: la teología de la liberación y ciertas corrientes ecuménicas en el campo protestante, asimismo, alimentadas en la perspectiva liberacionista. En este sentido, la MI trata de llegar a un abordaje más matizado y «evangélico», como respuesta, del mismo modo, a ciertos temores de «extremo» que presentaban estas posiciones teológicas[4].
 
Por ello, las organizaciones y movimientos que izaron la bandera de la MI, se identificaron como una corriente más abierta y «progresista» dentro del mundo evangélico conservador de América Latina. Fue por esta razón que, en aquel momento —por cierto, bastante turbulento en términos políticos—, sus seguidores y seguidoras fueron tildados de «comunistas», «marxistas», «izquierdistas» y, por ende, desplazados/as y rechazados/as de los espacios eclesiales evangélicos. Estas carátulas no recaían exclusivamente sobre los grupos evangélicos. En realidad, era un «efecto rebote» originado en otros espacios más ampliamente difundidos en nuestro continente, como los ya mencionados. Pero esta similitud de rótulo no implica una directa relación de origen o de postulados teológicos. Los grupos vinculados con la MI, pertenecían a tradiciones de corte más bien anabautista o «evangelical», que intentaban redefinir su identidad dejando atrás los marcos del fundamentalismo evangélico norteamericano, y avanzando hacia una mirada más pertinente y contextualizada a la situación del continente latinoamericano. Sin embargo, sus posiciones críticas frente al neoconservadurismo y tradicionalismo los llevaron a ganarse tales etiquetas.
 
Los «padres» de la MI fueron influenciados por clásicos como Karl Barth y Emil Brunner, otros personajes reconocidos bajo el enfoque «posimperial»[5] en el ámbito europeo, como John Stott y Michael Green, y por espacios tan ambiguos como el Pacto de Lausana —que, a pesar de sus simpatías, mantuvieron ciertas distancias críticas; incluso la creación de los CLADE son resultado de esta posición—. Muchas de estas personas, y de estos movimientos, también se adjudican ser respuestas «evangélicas» a corrientes teológicas «progresistas» y ecuménicas de la Europa de los 60.
 
Es por esta razón que se hace difícil ubicar, dentro de un marco teológico particular, tanto a la FTL —al menos en sus primeras décadas— como a aquellas agrupaciones que promueven la MI. Por un lado, los movimientos liberacionistas o no consideran este movimiento o ni siquiera sabían de su existencia. Y, por otra parte, los sectores evangélicos más conservadores y fundamentalistas manifestaron resistencia con él, debido a los rótulos ya mencionados que se ganaron gracias a sus ideas «progresistas» —aunque en verdad, vale decirlo, la mayoría de las organizaciones y agrupaciones en línea con la MI encuentran mayor recepción en estos últimos grupos—.
 
Muchos de los fundadores de la MI han hecho un replanteamiento de los presupuestos de las teologías de la liberación latinoamericana. En un libro editado por Daniel Schipani, René Padilla, uno de los teólogos más representativos de esta corriente, habla de cuatro «peligros» en las teologías de la liberación: el peligro del pragmatismo al enfatizar la praxis; el peligro del reduccionismo historicista, al realzar la importancia del análisis histórico-social; el peligro de la cooptación sociológica, al dar importancia a las ciencias sociales, y el peligro de la reducción del Evangelio a una ideología, al sobreenfatizar el condicionamiento ideológico de toda teología (Padilla 1989).
 
Más allá de los errores, verdades y ambigüedades que este análisis pueda tener, lo que demuestra es, por un lado, el claro impacto de las teologías de la liberación —inevitable para cualquier corriente que, a finales del siglo XX, se adjudique un proceso de transformación hacia perspectivas más abiertas de análisis— y, por otro lado, el temor de dejar aquellos fundamentos que caracterizan a un grupo evangélico.
 
Como mencionamos anteriormente, el problema llega cuando intentamos definir concretamente la MI. En realidad, es casi imposible encontrar una definición precisa que lo enuncie[6]. En uno de sus artículos —que, tal vez, es de los más claros en el intento de definir estos términos—, «Hacia una definición de la misión integral» (Padilla y Yamamori, 2000: 19-34), Padilla hace un recuento histórico de los acontecimientos que definen el «ethos del evangelicalismo» en América Latina, en el que da cuenta de la impronta norteamericana de dicho campo, y su conflicto con distintas alternativas, como, por ejemplo, el Evangelio social. Luego, habla de dos «extremos» que se gestan en la región: el extremo relacionado con las iglesias «evangelicales», que predican la «salvación de las almas»; y el de las iglesias «históricas», con un corte mayormente sociopolítico de misión. Al finalizar, «en busca de equilibrio», Padilla definirá el paradigma de la MI de la siguiente manera (Padilla y Yamamori, 2000: 31):
 
La misión solo hace justicia a la enseñanza bíblica y a la situación concreta cuando es integral. En otras palabras, cuando es un cruce de fronteras (no solo geográficas sino culturales, raciales, económicas, sociales, políticas, etc.) con el propósito de transformar la vida humana en todas sus dimensiones, según el propósito de Dios, y de empoderar a hombres y mujeres para que disfruten la vida plena que Dios ha hecho posible por medio de Jesucristo en el poder del Espíritu.
 
En una obra ya citada, Padilla define la integralidad de la persona como la inseparabilidad y la unidad del cuerpo, el alma y el espíritu, cuyo marco es, a su vez, su intrínseca sociabilidad consigo misma, con el prójimo y con Dios. A partir de aquí, se comprende «misión» de la siguiente manera, como destacan Padilla y Yamamori:
 
Hablar de «misión integral», por lo tanto, es hablar de la misión orientada a la reconstrucción de la persona en todo aspecto de su vida, tanto en lo espiritual como en lo material, tanto en lo físico como en lo psíquico, tanto en lo personal como en lo social, tanto en lo privado como en lo público (…) Desde este ángulo, hablar de «misión integral» es hablar de la misión orientada a formar personas solidarias, que no viven para sí sino para los demás… (Padilla y Yamamori, 2000, pp. 29-30).
 
En resumen, podemos decir que, en el período de posguerra, se afianzarán las corrientes propiamente latinoamericanas del campo evangélico regional, en el marco de los procesos que se dan a inicios de siglo, los cuales ofrecerán síntesis muy diversas de su historia denominacional/teológica, con las circunstancias del momento. Por su parte, el neoconservadurismo perderá, de alguna manera, ese leve matiz humanista que le otorgaba su contacto con las corrientes liberales conservadoras de mitad de siglo XX, para adentrarse a una agenda teológico-política más cercana a los movimientos misioneros y eclesiales norteamericanos, en el contexto de la Guerra Fría y toda su embestida contra el comunismo, el pluralismo religioso, la proliferación del islam, entre otros. Por otro lado, el movimiento ecuménico latinoamericano catalizará sus esfuerzos, más radicalmente, desde la influencia de la teología de la liberación, aunque se alimentará también de ciertos resabios de la teología liberal y el Evangelio social, cuyas narrativas y metodologías permanecerán en su historia. Finalmente, la FTL representa un movimiento mucho más ecléctico, en vistas de su nacimiento como «tercera vía», el cual, a pesar de contar con algunos principios teológicos regentes, mostrará mucha más ambivalencia en vistas de su «ida y vuelta» entre todas las corrientes en juego, siendo a veces denominado como un espacio progresista, y en otros como conservador. La realidad es que, como movimiento, engloba a todas estas expresiones al mismo tiempo.
 
 
Conclusiones
 
Esta breve descripción de las principales líneas teológico-políticas, que formaron el avance del campo evangélico latinoamericano en el siglo XX —especialmente desde 1930 a 1980—, nos confirma varios puntos centrales para las tesis elaboradas en este libro. Primero, y principalmente, que la «identidad evangélica latinoamericana» dista de ser homogénea. Más bien, se trata de un colectivo sumamente plural y diverso, cuyos sectores representan distintas respuestas, no solo respecto a sus herencias denominacionales y teológicas, sino a las coyunturas sociopolíticas de la región. En este sentido, tampoco se puede hablar de una linealidad respecto de los grupos misioneros e «iglesias madre» en países anglosajones, ya que dichos vínculos siempre se llevaron con cierta tensión entre funcionalidades y resistencias.
 
En segundo lugar, que las direcciones políticas —que tomaron las diversas voces dentro de este conglomerado— tampoco pueden encerrarse dentro de un espectro. Se descarta aquí el extendido prejuicio acerca de la raigambre exclusivamente conservadora del campo evangélico. Podemos hablar de tendencias más aglutinantes que otras, pero no podemos encerrarlo dentro de una mirada unidireccional. Incluso, tampoco podríamos dejarlo en el péndulo de dos extremos, como derecha e izquierda. Los ejemplos de los grupos liberales, así como el de la FTL, nos muestran intentos de salirse de esa polarización. Más aún, ni siquiera podríamos hablar de tres tendencias únicamente.
 
Tal vez hay que hacerse eco de otros modos de analizar la dimensión política del campo evangélico, hacia miradas que diversifiquen puntos focales simultáneos y en tensión, otras estrategias epistémicas, otros sujetos, entendiendo estas configuraciones desde dinámicas más entrecruzadas que lineales (Panotto 2019, 2021). En este sentido, la diversificación metodológica que requerimos para estos análisis, en realidad, son la simbolización de la diversificación que comprende la misma pluralidad en los modos de identificación política evangélica.
 
En otros términos, la dimensión crítica que poseen estas ordenaciones sociopolíticas en el campo evangélico, están directamente relacionadas no tanto a un tipo de ideología o polo político que asuman, sino a su misma configuración identitaria, con sus procesos tan complejos, plurales, flexibles, ambiguos, fluidos y cambiantes, que lo hacen tan característico en comparación con otros sectores religiosos e incluso cristianos.
 
 
Bibliografía
 
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Notas:

[1] «La bondad, en el sentido cristiano, es decir, como realización de la voluntad de Dios para la vida humana, significa que el hombre no solo ha de amar a Dios y manifestar su amor por los demás, haciéndoles bien. Es necesario también que haga el bien con ellos, porque la bondad debe ser un acto social, así como individual» (Mackay, 1933), «La América Latina sabe poco de religión personal. Conoce la ‘religión de familia’ o la ‘religión de tradición’, la religión de la raza o el país; pero la experiencia religiosa del propio individuo es algo nuevo. Y se ha dicho que un pueblo que no sabe nada del despertar espiritual que implica la experiencia religiosa personal, nunca puede entender el verdadero espíritu de la democracia…» (Howard, 1951).
[2] «Para mí, me tengo que cuando Jesús armó caballeros a los miles de hambrientos y leprosos y mugrientos que lo escuchaban, y al mentar al ‘hombre’ en sus parábolas, no estaba hablando filosóficamente: creo que no se refería al género humano, sino que a los hombres específicos que por delante tenía; ni creo que tuviera en mente, ni a los acomodados, ni a los ‘honrados comerciantes’, ni a los ‘distinguidos profesionistas’, ni a los ‘destacados ciudadanos’ del pueblo o región. Jesús les estaba hablando a los pobres, y no más que a los pobres» (Rembao, 1939). «Jesús, el Jesús a quien el Bezbozhnik (El Ateo), el periódico de la Unión Atea de Rusia, ha pintado en una de sus carátulas defendiendo a los capitalistas contra los obreros, fue un obrero. Y un obrero de Nazaret» (Báez-Camargo, 1960).
[3] «La libertad de conciencia», dijo Domingo Faustino Sarmiento en la Convención de 1860, «es la base de todas las otras libertades, la base de la religión misma» (Besson, 1910).
Las libertades de conciencia, pensamiento y religión, con sus consecuentes expresiones individuales y colectivas, son inherentes a la personalidad humana y tienen sus bases más profundas en el Evangelio y Jesucristo… declaramos que la libertad no es favor concedido por autoridad humana, sino valor inherente a la personalidad, dado por Dios; que la libertad de conciencia y de culto debe ser considerada como la base misma de toda otra libertad, y la reclamamos tanto para profesar una religión como para cambiar de religión o como para no profesar ninguna (Primera Conferencia Evangélica Latinoamericana, 1949).
[4] Para un análisis detallado respecto a los orígenes de la FTL, ver Daniel Salinas (2007).
[5] Esta categoría es utilizada por Escobar (1992). Estos autores, dice Escobar: «… han tratado de encontrar en el Nuevo Testamento el verdadero modelo de misión, y han abandonado las formas misioneras vinculadas al imperialismo del pasado con su idea de superioridad cultural y poder económico» (p. 378).
[6] Las dos obras más importantes de René Padilla respecto al tema son, en realidad, compilados de ensayos en los que se tratan una diversidad de temáticas, sin dar en ningún momento una definición. Estos son el clásico «Misión Integral. Ensayos sobre el reino y la iglesia» (Padilla 1986) y «¿Qué es la Misión Integral?» (Padilla 2006).

Nicolás Panotto es argentino. Licenciado en Teología por el Instituto Universitario ISEDET (Argentina), Magister en Antropología Social y Política, y Doctor en Ciencias Sociales (por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, sede Argentina). Director de la organización “Otros Cruces”. Investigador postdoctoral de la Universidad Arturo Prat (Chile). Profesor de la Comunidad Teológica de Chile. Autor de varios libros y artículos de investigación en el campo de religión y política, teología pública, y teoría/teología poscolonial.

Nota: Este artículo fue subido a la página de la FTL el 01/05/2024.

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