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Iglesia y compromiso ecológico

Jair Villegas Betancourt


 Introducción
 
El tema ecológico es hoy una de las grandes preocupaciones de la humanidad, tanto que parece haber un despertar, más o menos generalizado, que poco a poco ha llevado a que se adopten políticas públicas que buscan de alguna forma tomar cartas en el asunto, dada la magnitud del problema que se plantea. Las escuelas y universidades se han ido involucrando de manera sistemática en la concientización del cuidado del medio ambiente, contribuyendo a que por lo menos la gente más joven tome una postura menos desinteresada con respecto al planeta en el que vive.
 
Por esta razón, y dadas las circunstancias de la realidad eclesiástica latinoamericana, esta corta reflexión busca tocar brevemente algunos puntos que podrían redundar en al menos una pequeña contribución desde la Iglesia al camino que ya otros han tomado. Aunque es necesario seguir profundizando, es de vital importancia que las cosas no se queden meramente en la reflexión sino que encuentren el modo de convertirse en praxis, mediante cambios de conductas derivados de un compromiso profundo con el reino de Dios.
 
Para esto el tema se desarrollará en tres cortos capítulos. El primero de ellos ofrece un breve sustento bíblico en el que se pretende mostrar el carácter ecológico de la Biblia a partir de las doctrinas teológicas de la Creación y la Redención, no tomándolas por separado sino más bien considerándolas como dos caras de la misma moneda. El segundo capítulo propone al deterioro ecológico causado por el ser humano como uno de los grandes pecados actuales. No se trata solamente de culpabilizar a los agentes directamente involucrados en el atropello al medio ambiente, sino también de señalar el silencio de la Iglesia como cómplice, acaso por ignorancia, de tal pecado. El último capítulo busca explicar que a menos que haya un cambio de perspectiva en la vida del creyente, en la que lo divino no se relegue solo a lo trascendente sino que pueda verse en la cotidianidad, a cada instante y en cada cosa, no se podrán avanzar demasiado. Para ello, la liturgia dominical, como espacio de la proclamación del mensaje de Dios, resulta ser el tiempo ideal en el que el creyente tome conciencia frente al tema ecológico.

Valga anotar que todavía hace falta mucha reflexión sobre el tema, lo cual se evidencia en la poca producción teológica que existe al respecto dentro de la literatura protestante. El desafío sigue siendo grande, pero justamente por eso, la Iglesia en su responsabilidad profética debe levantar su voz y actuar. No en vano Jesús dijo: “Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada?” (Mt. 5:13).
 

1. Dios creador – redentor
 
Y vio Dios todo lo que había hecho,
y he aquí que era bueno en gran manera
(Gn. 1.31)
 
Resulta significativo para toda persona que lea la Biblia con atención que, desde el principio hasta el final, su contenido está cargado de imágenes de la Naturaleza. El capítulo primero del Génesis no detalla cómo Dios creó las cosas sino cómo se ocupó de ellas, dándoles orden para que existiera la necesaria y suficiente armonía para que lo creado no se autodestruyera. Ni siquiera los animales se atacaban unos a otros para que no hubiera derramamiento de sangre (Gn. 1.30), la cual llegó a considerarse como símbolo de la vida (Gn. 9.4). Los dos capítulos siguientes, que literariamente corresponden a otra escuela de pensamiento[1], tampoco relatan cómo creó Dios las cosas sino cómo el ser humano fue puesto en un huerto lleno de fuentes de agua, plantas y animales, y en el que se encontraba el árbol de la vida (Gn. 2.9).
 
Por su parte, los capítulos finales del libro de Apocalipsis vuelven a hacer mención de un río de aguas de vida y al original árbol de la vida con el que empieza el relato de la existencia humana (Ap. 22.1-2).
 
También en todo el contenido del texto bíblico sobreabundan las referencias al firmamento, plantas, mares, animales, desiertos, cosechas, plagas, campos, ríos, etc., por lo que no cabe duda que el mensaje divino para todas las épocas fue dado en terminología de la Naturaleza. Tanto la Torá como la literatura profética y la sapiencial están escritos en clave ecológica, y así mismo los Evangelios abundan en relatos y parábolas de Jesús que lo ubican como un hombre conocedor del campo[2].

Estos aspectos no han pasado desapercibidos por los académicos, quienes en sus extensos volúmenes de Teología Sistemática los han analizado cuando han abordado el tema de Dios como Creador. Así lo hizo Tomás de Aquino en una sección de su Suma de Teología, al igual que Juan Calvino en su Institución de la Religión Cristiana, y los demás que posteriormente vinieron como Charles Hodge (1797-1878), Augustus Hopkins Strong (1836-1921), Lewis Sperry Chafer (1871-1952), Louis Berkhof (1873-1957), pasando por Paul Tillich (1886-1965) y Wolfgang Pannenberg (1928-2014), entre muchos otros.
 
Ya Calvino relacionaba el asunto de Creación-Redención como algo inseparable, inherente al carácter de Dios, cuando escribe:
 
Porque este género de conocimiento con el que entendieron cuál era el Dios que creó el mundo y ahora lo gobierna precedió primeramente; después siguió el otro que es interior, el cual, únicamente, vivifica las almas muertas, con el que Dios es conocido, no sólo como Creador del mundo y único autor y rector de todo cuando hay en el mundo, sino también como Redentor en la persona de nuestro Mediador Jesucristo.[3]
 
De esta forma, tanto la Creación como la Redención llegan a ser entendidas como una especie de moneda de dos caras, en la que una no tiene razón de ser sin la otra. La redención se inicia así en el mismo momento en que Dios empieza a crear[4]. No en vano el apóstol Juan, hablando del Logos, declara: “Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Jn. 1.3)[5], evitando “separar” roles sino, más bien, indicando que las acciones de Dios deben entenderse en la simultaneidad de lo trinitario.
 
Por otra parte, Dios crea al ser humano con el propósito fundamental de estar en relación con él, lo cual implica conocerse. El verbo que en hebreo se usa como conocer no tiene solamente una implicación intelectual sino que es mucho más profunda pues connota un relación íntima, incluso de carácter sexual, en la que hay un alto grado de placer mutuo. El relato bíblico afirma que Adán conoció a Eva y ella concibió y dio a luz hijos (Gn. 4.1-2). La misma idea traspasa al Nuevo Testamento cuando, ante el anuncio del ángel, María responde: “¿Cómo será esto? pues no conozco varón” (Lc. 1.34). Tal conocimiento no implicaba subordinación de género alguna sino reciprocidad, pues tanto Adán conoce a Eva, y María habría de conocer un varón.
 
Cabe entonces preguntarse: ¿Cómo puede entonces el ser humano conocer a Dios a quien no ve? En su tiempo, el profeta Jeremías denunciaba a quienes se vanagloriaban de su sabiduría o de su poder o de sus riquezas. La voz de Dios vino a todos estos por medio del profeta, diciendo: “Mas alábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocerme” (Jer. 9.23). Karl Barth, sostiene: “el conocimiento de la creación es conocimiento de Dios y, por tanto, conocimiento de fe en el sentido más profundo y último de la expresión”[6]. Dicho conocimiento de Dios implica entonces una relación profunda con la Naturaleza, en la que la reciprocidad del binomio hombre-mundo evite la indeseada subordinación de alguna de las partes.
 
Por otra parte, la continua denuncia profética en contra de la idolatría en la Biblia Hebrea llegó a malinterpretarse. Los registros bíblicos indican que los reyes de Judá fueron dados a la adoración de los árboles, los bosques, los astros, etc., desviando con ello el culto al verdadero Dios. La razón por la que estos reyes lo hacían es porque, influenciados por los cultos paganos de otros pueblos, entendían que la Naturaleza les proveía de sustento, por lo cual se sentían motivados a honrarla. Cuando se celebraban orgías rituales no se trataba necesariamente de decaimiento moral como hoy se entiende, sino que los sacerdotes y las sacerdotisas lo hacían para honrar a los dioses de la fertilidad y la prosperidad.
 
Lo que los profetas de Israel y Judá vienen a predicar es la exclusividad del Dios que ellos anunciaban, Invisible y Universal, y que desafiaba al pueblo a tener una fe más allá de lo meramente visible. En una época en la que la religión y la política no estaban separadas, adoptar el culto de un pueblo extranjero era prácticamente renunciar a la idea de una conformación nacional. Un idólatra vendría a ser algo así como en lo que en lenguaje contemporáneo se llama “traidor a la patria”. Rechazar el culto a los elementos que adoraban los pueblos vecinos era al mismo tiempo fortalecer la identidad nacional de Israel.
 
Pero cuando el pueblo logró tener tal identidad, tan arraigada como llegó a ser, que aun en la diáspora ha sobrevivido por miles de años, el concepto de idolatría tomó un giro de carácter espiritual. El posterior advenimiento del Protestantismo, al igual que previamente el Judaísmo, llevó a rechazar toda devoción a lo visible. Para Ulrico Zwinglio, uno de los grandes hombres de la época de la Reforma, el Protestantismo debía hacer desaparecer todo vestigio de Catolicismo Romano, es decir, las imágenes, el estilo del culto, la música, etc.[7]
 
Esta posición, que fue adoptada por buena parte de las diversas formas de Protestantismo, se hizo más radical cuando siglos después el auge de las misiones protestantes a lo largo y ancho del planeta se vio confrontado con las diversas formas de culto animista de los pueblos a los cuales llegaban. Para los misioneros protestantes su tarea sería un equivalente moderno a la denuncia de la idolatría en el antiguo pueblo de Israel. En América Latina, los misioneros confrontarían el uso de imágenes de los fieles católicos pues ello constituiría una clara afrenta al segundo mandamiento del Decálogo. Los esfuerzos misioneros en América Latina no se caracterizaron por identificar lo que unía la fe protestante con otras formas de creer sino que, más bien, el énfasis estuvo puesto en la diferencia.
 
Desde este punto de vista, en el que no se aceptan puntos de contacto, el mensaje trasmitido se convierte en el único verdadero y por tanto su validez llega a considerarse indiscutible. La ausencia de diálogo deriva en imposición de una de las partes frente al silenciamiento de la otra. La voz de los pueblos originarios no sería escuchada, y mucho menos si en ella se percibían matices animistas, que evidentemente llevarían la marca de la tan denunciada idolatría. El respeto que los pueblos originarios demostraban por la tierra y el medio ambiente pronto sería sustituido por formas de producción aceptadas e impulsadas por las diferentes formas de cristianismo que llegaran. Ya en su momento, Juan Mackay manifestaba elocuentemente:
 
En el momento en que los representantes del cristianismo protestante en la América Latina salgan a campo abierto y se interesen en presentar la fe que está en ellos, en una forma tal que apele al hombre común y corriente, amanecerá un nuevo día en la historia espiritual del continente. Una vez que las personas se interesen en Cristo y en el mensaje cristiano, tiempo habrá para iniciarlos en el significado y privilegio del culto y del compañerismo de la iglesia. Pero mientras reciban la impresión de que el interés principal de los protestantes es establecer un tipo de organización y ritual religiosos en contra de otro que, crean o no en él, es parte de su herencia religiosa, el progreso del verdadero cristianismo se retardará considerablemente.[8]

El protestantismo latinoamericano, como bien lo expresara el teólogo José Míguez Bonino, basado mayormente en una predicación premilenial e individualista, contribuyó grandemente a este desentendimiento por la Naturaleza, olvidando o ignorando que “las «visitas» de Dios, desde la creación hasta la redención y la creación de la iglesia, incorporan siempre al ser humano como actor o co-actor de la misión divina.”[9]

De esta forma, la predicación del Dios Redentor se vio pronto desligada de la del Dios Creador, dando lugar a una teología que descuidaba la responsabilidad ecológica, sin entender que la misión de la Iglesia no se limita únicamente a la satisfacción de las necesidades espirituales y sicológicas, sino que pasa por la dignificación del hombre en tanto humano en su lucha contra la opresión económica y social, avanzando hacia la restitución de sus relaciones con su medio ambiente. No en vano uno de los aspectos de la venida de Jesucristo a este mundo giró sobre el eje de la reconciliación, como bien lo expresara el apóstol Pablo: “Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación” (2 Co. 5.18).

Se hace necesario entonces, como en la época de la Reforma, un regreso a las Escrituras en las que el lector pueda encontrarse de nuevo con las imágenes de la Creación con las que el mensaje divino se sigue trasmitiendo hasta hoy. Sería una especie de reconciliación con al menos algunos espacios que no le resultan del todo desconocidos al lector latinoamericano. Tal vez la imagen del olivo o de la cabra montés parezcan bastante ajenas, sin embargo, el lector no podrá escapar del sol, la luna, las montañas, los ríos, los mares, y tantos otros elementos que hacen al mensaje divino universalmente entendible.
 
Sin embargo, ante esto se levantan nuevos desafíos. El acelerado crecimiento de las ciudades y el cada vez más arraigado uso de las tecnologías pueden jugar un rol negativo en las futuras generaciones en esta reconciliación. Cabe preguntarse qué entienden los jóvenes lectores del siglo XXI, a quienes se les ha llamado “nativos digitales”[10], cuando se acercan al texto bíblico, y para esto la Iglesia tendría que dejar de ir un paso atrás y tomar la iniciativa con respecto al futuro a manera de anticipación[11].
 
En este sentido ya el profeta Isaías, al adelantarse a proclamar la era mesiánica, declaraba: “Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías se echarán juntas; y el león como el buey comerá paja. Y el niño de pecho jugará sobre la cueva del áspid, y el recién destetado extenderá su mano sobre la caverna de la víbora” (Is. 11.6-8).
 
El camino hacia lo mesiánico está entonces trazado por el horizonte que recuerda al huerto del Edén, en el que los animales no se atacan los unos a los otros y los seres humanos serán parte de esa armonía. No se trata de afirmar categóricamente la literalidad de estos textos (el del Génesis y el de Isaías) sino de entender que la proclamación del mensaje divino apunta en todo caso hacia una reconciliación universal en la que el hombre no es amo absoluto de la Creación sino parte de ella, respetando su espacio y, mediante el uso de su racionalidad, cuidando de no deteriorar lo que tiene alrededor suyo.


2. El pecado ecológico
 
La palabra del SEÑOR vino a mí, y me dijo:
«¿Qué ves tú, Jeremías?
»”
(Jer. 1.11 – NVI)
 
Una de las palabras que más se usan dentro de la predicación evangélica es “pecado”. Casi se podría afirmar que no existen iglesias en las que durante el culto dominical no se haya pronunciado dicho término. Lo que ocurre con esto es que su uso exagerado lo pone en peligro de convertirse en no más que una expresión vaciada de contenido que poco o nada dice a los oyentes. En un caso extremo, tal vez ni siquiera los mismos predicadores sepan de qué se trata el pecado o el arrepentimiento. Se cuenta que en la época del Gran Avivamiento, liderado por Jonathan Edwards y George Whitefield, “las gentes se arrepentían de sus pecados en medio de lágrimas, daban gritos de alborozo por el perdón alcanzado, y algunas hasta se desmayaban.”[12]

De todas formas, a menos que algo se considere hoy como pecado, no será necesariamente tema de predicación en la inmensa mayoría de las iglesias evangélicas. Aquí vale la pena considerar si las iglesias están dispuestas a aceptar la existencia de nuevas formas de pecado. Hablando acerca de las señales antes del fin, Jesús dijo en su momento: “y por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará” (Mt. 24.12). Esta multiplicación de la maldad no solo puede referirse al incremento proporcional derivado del crecimiento de la población, sino también a nuevas formas de maldad que van apareciendo a medida que avanza la Historia, y que la Iglesia debe estar en capacidad de detectar si es que quiere seguir cumpliendo con su función profética.
 
Según las aproximaciones de los diccionarios teológicos o las teologías sistemáticas, se suele entender pecado como una afrenta contra Dios, la cual se consuma cuando se violenta la dignidad de otro ser humano o de sí mismo. Siendo así, el deterioro ecológico causado por los seres humanos clasifica como pecado pues a través de este se atenta abiertamente contra la Creación de Dios y al mismo tiempo se pone en peligro la subsistencia de la especie humana.

Basta con enumerar sólo algunos casos como para determinar las múltiples caras con las que puede manifestarse esta maldad: la megaminería[13], la galopante deforestación, el cultivo intensivo de vegetales como la soja y la crianza extensiva de ganado, las perforaciones petroleras[14], el tráfico de animales en vías de extinción, la falta de políticas claras de reciclaje de basuras, las fumigaciones con agroquímicos que indiscriminadamente matan a todo tipo de insectos y penetran los suelos[15], las pruebas nucleares en zonas desérticas[16], la emisión de gases de efecto invernadero[17], etc.

Para Moltmann, la visión machista de la vida sobre la cual Occidente ha sido construido, ha traído trágicas consecuencias, sobre todo cuando en el mismo lenguaje cotidiano se han “normalizado” expresiones que no condicen con una aproximación respetuosa hacia la Naturaleza. Dice el citado autor:

Así ensalzaba Francis Bacon, en los inicios de la modernidad, las ciencias de la naturaleza de su tiempo: «Saber es poder»; y gracias a su poder sobre la naturaleza se restablecerá la condición humana de ser fiel retrato de Dios. Y que esto consiste, ante todo, en la asunción del poder por parte del hombre (del varón, concretamente), lo demuestra el lenguaje, que equipara la «naturaleza» a la «mujer»: las riquezas del suelo se «disfrutan», las montañas se «conquistan», las corrientes de agua se «someten», en la selva «virgen» se «penetra», la tierra sin sueño puede uno «hacerla suya», al «seno de la naturaleza» se le arrancan sus secretos, etc. Éste es el lenguaje de la opresión (violación) masculina.[18]
 
Por su parte el rabino Heschel se lamenta:
 
¡Cuánto nos enorgullecen nuestras victorias en la lucha contra la naturaleza, la multitud de instrumentos que hemos logrado inventar, la abundancia de comodidades que hemos sido capaces de producir! Y sin embargo, estas victorias nuestras han llegado a semejar derrotas. A pesar de nuestros triunfos hemos caído víctimas del trabajo de nuestras manos; como si nos hubieran conquistado las fuerzas que conquistamos.[19]

El paso de la Edad Media a la modernidad trajo un gran avance para la humanidad en el sentido de haberse “liberado” de Dios, es decir, del poder de las religiones. Sin embargo, tal libertad trajo consigo grandes derramamientos de sangre, igual o peores a los que se vivieron bajo la época del dominio de las religiones en Europa. La Revolución Francesa, la Revolución Rusa, la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial, etc., fueron el resultado de un hombre que había matado a Dios (en términos de Nietzsche). Junto a la celebrada industrialización vino la necesidad de mantener el crecimiento económico, de modo que las potencias europeas se extendieron a lo largo y ancho del planeta buscando recursos para sostener y hacer crecer su producción.
 
Y con esto no solo los asentamientos humanos de los países colonizados sufrieron graves consecuencias, sino que la Naturaleza misma se vio atropellada por el deseo desenfrenado del hombre moderno de mantener cierto estándar de vida alcanzado. Pero cuando las guerras vinieron, la humanidad se encontró con que su abandono a Dios no la había hecho mejor sino más sanguinaria, contando sus muertos no por miles sino por millones. Era entonces el tiempo de la posmodernidad, en el que los absolutos quedaban atrás, lo cual tampoco hizo bien a la Creación, porque si en la época de estos se le violentó sin piedad, en la del relativismo tal abuso fue mayor todavía. El pecado ecológico tomó dimensiones dantescas en mano de las grandes multinacionales y de los gobiernos que cometían y lo siguen haciendo sin consideración alguna por la tierra.
 
Pero además de este pecado, en el que la sociedad atenta arbitrariamente en contra de la Creación de Dios, también existe la posibilidad de un pecado por omisión, aquel que se da por indiferencia, que corresponde a la categoría por la cual se podría acusar al Cristianismo. Es el pecado de los que callan.
 
En este sentido, los sectores más liberales del protestantismo latinoamericano no hicieron lo suficiente. La Teología de la Liberación, cuyos promotores venían principalmente del Catolicismo Romano, hizo avances importantes con respecto a su visión de los pobres y su posicionamiento en el reino de Dios. Pero al alinearse políticamente con el marxismo su énfasis recayó básicamente en la lucha contra el capitalismo en términos económicos. Se podría decir que indirectamente estaba incluido el problema ecológico, que indudablemente deriva del capitalismo salvaje, pero no fue un tema que en su momento fuera confrontado directamente, quizás porque para la época del auge de la Teología de la Liberación el problema ecológico no se manifestaba en toda su magnitud. Uno de los pocos trabajos realizados al respecto fue el del teólogo católico brasilero Leonardo Boff, que en 1995 publicó un libro que al año siguiente sería traducido al castellano como Ecología. Grito de la Tierra, Grito de los Pobres, pero corresponde a un momento en el que la Teología de la Liberación ya no brillaba con el esplendor de antes. Por otra parte, la teología de la Misión Integral impulsada principalmente por el teólogo protestante René Padilla, también parece haberse quedado corta en el abordaje del tema, haciendo su mayor énfasis en lo social pero sin llegar a enfrentarse de lleno con la problemática ecológica actual.

El protestantismo conservador también se caracterizó por su silencio. Gran parte del evangelicalismo latinoamericano se formó bajo la predicación premilenarista que anunciaba el inminente regreso de Jesucristo. Esta postura escatológica argumenta que el progresivo deterioro de la humanidad redunda en una creciente esperanza para la Iglesia, pues a medida que las cosas empeoren se vislumbran con mayor claridad las señales de la parusía.[20] Siendo así, el creyente no debería intervenir en soluciones pues al hacerlo estaría contribuyendo al no deseable retraso de la Segunda Venida de Jesucristo. Según esta perspectiva, acciones de grupos ecológicos como Green Peace fueron vistos como grupos progresistas seculares que promovían el ateísmo y que fácilmente podrían asociarse a las temidas políticas de izquierdas.

Como se mencionó en el capítulo anterior, el soliloquio misionero no permitió escuchar la voz de los “paganos” a los cuales se venía a cristianizar. Se consideró que los pueblos nativos no tenían nada que decir y que estaban perdidos en medio de la más profunda ignorancia, olvidando que los pueblos del mundo también tienen “la obra de la ley escrita en sus corazones” (Ro. 2.15). Cada vez que la tarea misionera se hizo en forma de monólogo lo primordial del Evangelio de Jesucristo no fue proclamado a cabalidad y, a pesar del algunos frutos positivos, abundaron también los negativos.
 
El eterno principio bíblico del Shemá Israel, (Escucha, oh Israel), no ha sido realmente aprehendido por la Iglesia que pareciera seguir negándose a escuchar, quizás por temor a caer en el sincretismo. Pero no es demasiado tarde todavía como para entender que la missio Dei se caracteriza por ser dialéctica, según explica David A. Roldán en su libro Teología Contemporánea de la Misión. Seguir fallando a este diálogo es seguir fallando al carácter del Dios que dialoga.
 

3. Una vida con sentido ecológico
 
¡Que todo lo que respira alabe al Señor!
¡Aleluya! ¡Alabado sea el Señor!

(Sal. 150.6 – NVI)

La palabra “ecología” tiene su origen en dos términos griegos: Oikos (casa, familia, nación, pueblo, templo, palacio) y lógos (palabra, discurso, dicho, mensaje, enseñanza, plática, comunicación, ajuste de cuentas, cuenta(s), razón, causa, demanda, asunto)[21], lo que remite a pensar que la ecología es el “discurso acerca de la casa” o “discurso acerca de la construcción”. Hablar de ecología no es más que abordar el tema del lugar en el que vive la humanidad. Del mismo modo que las personas se ocupan de mantener limpio y ordenado el espacio en el viven diariamente, la humanidad ha de llegar a ser consciente que su única casa, el planeta Tierra, debe ser cuidado.
 
Desde el punto de vista bíblico Dios no se dejó sin testimonio cuando a través de Sus mensajeros declaraba al pueblo de Israel mandamientos como estos:
 
Si vieres el asno del que te aborrece caído debajo de su carga, ¿le dejarás sin ayuda? Antes bien le ayudarás a levantarlo” (Éx. 23.5).
 
Y sea vaca u oveja, no degollaréis en un mismo día a ella y a su hijo” (Lv. 22.28).
 
observa el séptimo día como día de reposo para honrar al Señor tu Dios. No hagas en ese día ningún trabajo, ni tampoco tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu buey, ni tu burro, ni ninguno de tus animales. Recuerda que fuiste esclavo en Egipto…” (Dt. 5.14-15 – NVI).
 
Cuando sities a alguna ciudad, peleando contra ella muchos días para tomarla, no destruirás sus árboles metiendo hacha en ellos, porque de ellos podrás comer; y no los talarás, porque el árbol del campo no es hombre para venir contra ti en el sitio” (Dt. 20.19).
 
Cuando encuentres por el camino algún nido de ave en cualquier árbol, o sobre la tierra, con pollos o huevos, y la madre echada sobre los pollos o sobre los huevos, no tomarás la madre con los hijos” (Dt. 22.6).
 
No ararás con buey y con asno juntamente” (Dt. 22.10).
 
No pondrás bozal al buey cuando trillare” (Dt. 25.4).
 
Frente a estos testimonios escritos, y muchos otros que se encuentran a lo largo de toda la Biblia, resulta sorprendente que las predicaciones de la mayoría de las iglesias evangélicas insistan en el amor de Dios hacia el pecador, quedándose limitadas cuando en ese llamado al arrepentimiento no se invita a pensar en la responsabilidad cristiana que cada persona debe adoptar frente a la Creación de Dios.
 
La razón por la que esta carencia se da en la proclamación del mensaje divino radica quizás en que los mismos predicadores no están conscientes de ello. La modernidad ha contribuido grandemente a profundizar este problema pues el contacto con las máquinas y la cada vez mayor dependencia de ellas, han sumido a las personas en un mundo en el que el encuentro con la Naturaleza queda relegado solo al tiempo de las vacaciones.
 
Frente a esto, el mensaje bíblico se adelantó por milenios al decretar que el Shabat sería el día semanal en el que todo creyente debía volver a la armonía. Cada séptimo día, sin excepción, el israelita debía dejar de “dominar” la Naturaleza y entregarse al encuentro con Dios, consigo mismo y con lo creado.
 
Pero el Shabat es mucho más que un simple parar las actividades creativas. Es también la manifestación de toda una vida de elevación espiritual que durante los otros seis días es anhelada con emoción. Durante esos seis días, el creyente no puede vivir rindiendo culto a la desarmonía ni destruyendo lo que tiene a su lado. Por el contrario, la celebración del Shabat del Señor se convierte en un culto de alabanza a Dios por todas Sus bondades vistas durante la semana[22]. Y para esto hace falta que el creyente afine sus sentidos para que llegue a percibir el amor de Dios que se expresa en todas las cosas. El rabino Heschel lo describe de la siguiente manera:
 
Lo inefable habita por igual la realidad entera, lo magnífico y lo común, los hechos grandiosos y los minúsculos. Hay quienes sólo lo perciben a intervalos distantes, frente a acontecimientos extraordinarios; otros lo encuentran en los sucesos corrientes, en cualquier grieta, en cualquier rincón, día tras día, hora tras hora. Para ellos el ser no casa con el sinsentido. Ellos oyen el silencio que puebla el mundo a pesar de nuestro ruido, a pesar de nuestra codicia. Por fútiles y simples que sean las cosas –un trozo de papel, una rodaja de pan, una palabra, un suspiro–, ellas ocultan y guardan un secreto imperecedero. ¿Vislumbre de Dios? ¿Afinidad con el espíritu del ser? ¿Eterno destello de una voluntad?[23]
 
El lema fundamental de Albert Schweitzer[24] sigue esta misma idea cuando desafía a sus lectores a adoptar una ética distinta, de compromiso profundo con todo lo creado, especialmente con los seres vivos. Su predicación de la reverencia por la vida, por la que es conocido, puede ser sintetizada en uno de sus párrafos:
 
Un hombre es verdaderamente ético sólo cuando obedece a la compulsión de ayudar a toda vida que le sea posible beneficiar y rehuye dañar cualquier cosa viviente. No pregunta hasta qué punto esta o aquella vida merece simpatía según lo valiosa que es, ni, yendo todavía más lejos, si es capaz de sentir, y con cuánta intensidad. La vida le es sagrada en cuanto tal. No desprende hojas del árbol ni arranca la flor, y tiene cuidado de no aplastar al insecto. Si en verano trabaja a la luz de la lámpara, prefiere tener cerrada la ventana y respira aire viciado antes que ver caer sobre su mesa un insecto tras otro con las alas chamuscadas. […]. La ética es una responsabilidad sin límites hacia todo lo que vive.[25]
 
La idea de este acercamiento propuesto por Heschel y Schweitzer, según el cual el creyente debe animarse a dar el gran paso que lo lleve desde lo trivial hasta lo profundo, induce a pensar que la práctica de la fe no se limita a determinadas formalidades rituales sino que cada expresión religiosa, como la oración, la lectura bíblica, la asistencia a los cultos y la ayuda al prójimo, debe estar traspasada por un sentido de trascendencia que permita vivir la experiencia del mysterium tremendum, el misterio terrible y fascinante del que hablara Rudolf Otto en su libro Lo Santo.
 
La reciente encíclica papal Laudato Si, que ha venido a ser una de las grandes voces del momento a favor de la ecología, y que pone sobre la mesa incómodos asuntos para el mundo capitalista contemporáneo, en su inicio remite a pensar en la experiencia del monje Francisco de Asís y en su actitud frente a la Creación, como un ejemplo digno de ser admirado, y por qué no, de ser imitado. El papa Francisco lo describe de esta manera:
 
Así como sucede cuando nos enamoramos de una persona, cada vez que él miraba el sol, la luna o los más pequeños animales, su reacción era cantar, incorporando en su alabanza a las demás criaturas. Él entraba en comunicación con todo lo creado, y hasta predicaba a las flores «invitándolas a alabar al Señor, como si gozaran del don de la razón» Su reacción era mucho más que una valoración intelectual o un cálculo económico, porque para él cualquier criatura era una hermana, unida a él con lazos de cariño. Por eso se sentía llamado a cuidar todo lo que existe.[26]
 
A menos que el hombre de fe asuma una actitud más humilde frente a la Creación y a cada paso se deje permear por el asombro radical, en palabras de Heschel[27], la insensibilidad y la indiferencia seguirán siendo cómplices del deterioro del cual es testigo la humanidad del siglo XXI. Frente a esto se hace necesario entonces que las comunidades de fe tomen conciencia de su responsabilidad y la promuevan desde la liturgia misma. No es suficiente con que las personas aisladamente hagan su parte, sino que las iglesias, como participantes de la Iglesia de Cristo, contribuyan a ello desde los espacios en los que comunitariamente se escucha la proclamación del mensaje del reino de Dios.
 
Si el Evangelio es realmente “buenas noticias”, la Naturaleza también ha de escuchar y ser beneficiada por este anuncio. En este sentido, la incorporación de elementos de concientización ecológica en la celebración cultual no debe resultar algo extraño, ni mucho menos herético. Valga recordar una de las grandes festividades del pueblo de Israel, Shavuot o Pentecostés o Fiesta de las Semanas o Fiesta de las Cosechas (Éx. 23.16; 34.22; Dt. 16.9-12). En ella, cada año los israelitas debían celebrar al Señor con alegría los dones de la tierra, trayendo las primicias de sus cosechas, lo cual implicaba cuidar la tierra lo suficiente como para que el año siguiente la fiesta se pudiera celebrar. Se trataba de una celebración cultual en la que los israelitas recordaban que su libertad consistía en poder habitar y cuidar una tierra por cuya fertilidad debían velar. No en vano, al finalizar la reglamentación de dicho mandamiento se les recuerda: “Y acuérdate de que fuiste siervo en Egipto; por tanto, guardarás y cumplirás estos estatutos” (Dt. 16.5).
 
La experiencia protestante no necesariamente se ha quedado muda frente al tema. El himnario Canto y Fe en América Latina, que condensa buena parte de la adoración latinoamericana, contiene el mundialmente conocido Señor, Mi Dios[28], así como el himno Por la Excelsa Majestad, cuyas dos primeras estrofas proclaman:
 
Por la excelsa majestad
de los cielos, tierra y mar;
por las alas de tu amor
que nos cubren sin cesar;
te ofrecemos hoy Señor,
alabanzas con fervor.
 
Por la calma nocturnal,
por la tibia luz del sol,
por el amplio cielo azul,
por el árbol, por la flor;
te ofrecemos, oh Señor,
alabanzas con fervor.[29]
 
Sin embargo, no basta solo con cantar para que las canciones no lleguen a quedar vaciadas de contenido. Junto al canto, la predicación periódica con respecto a la responsabilidad ecológica del creyente en particular, y de la Iglesia en general, van creando la conciencia necesaria para que el compromiso con la Creación de Dios se haga cada vez más profundo. Cada comunidad debe tener la suficiente liberad y creatividad para incorporar dentro de su liturgia otros elementos que ayuden a entender que la reunión de adoración abarca todos los ámbitos en el que el ser humano pueda restaurar su armonía.
 
La proclamación de la santidad de la vida debe llevar un verdadero sentido moral en el que lo espiritual se desligue de la “santidad egoísta” y se entregue al respeto por la Creación en todas las esferas de la vida.
 
En este sentido resulta significativa la experiencia judía con su ética de la kashrut, según la cual, toda la vida está regulada por cosas permitidas (kósher). Cuando el judío no come carne de cerdo o no mezcla productos lácteos con cárnicos, no lo hace por un capricho religioso. La filosofía que encierra todo esto es la de la reverencia por la vida[30]. Cuando limita su alimentación a solo cierto tipo de comidas no lo hace por temor a pecar o por ofender a Dios, sino por la auto imposición de límites pues entiende que en este mundo no puede comportarse como un depredador.
 
Resulta interesante leer que cuando se reunió el primer concilio de la Iglesia, el de Jerusalén, la prohibición de comer sangre no quedó abolida (Hch. 15.20, 29). Esto no se trata simplemente de un capricho del concilio ni de un agregado irresponsable del autor del libro de Hechos. Por el contrario, en calidad de médico, Lucas encontró significativo este detalle, que por lo general pasa desapercibido dentro de la fe cristiana actual.
 
Según la Biblia, la sangre es el símbolo de la vida (Gn. 9.4) y la prohibición de su consumo vino mucho antes que la entrega de la Torá, lo cual demuestra su universalidad. A Noé no se le permite comer carne con su sangre, es decir, con su vida. En otras palabras, aunque coma carne no le está permitido tomar la vida. Eso significa que cada vez que sacrifique un animal debe recordar que su consumo se debe limitar únicamente a lo necesario, para evitar convertirse en un depredador, pues con esto se ha de respetar la santidad de la vida animal.
 
La producción industrial actual de carne, leche y huevos, por mencionar solo casos de productos de origen animal, conlleva en sí misma un problema ético que no puede ignorarse en la predicación profética de la Iglesia. Pero tal denuncia no puede quedarse solo en los libros de texto de los teólogos sino que debe encontrar su espacio dentro de la liturgia dominical. Pero aunque esto plantee un problema difícil, dadas las circunstancias en las que se viven en las grandes ciudades, la Iglesia debe ser lo suficientemente inteligente como para encontrar y proponer rutas alternativas, no sea que su inactividad se convierta en complicidad.
 
Y así como desde el púlpito de las iglesias se hacen llamados concretos para abandonar prácticas o costumbres como el alcoholismo o la pornografía, también se puede estimular la creación de huertas caseras o las salidas ecológicas. Inclusive el mismo culto podría celebrarse de vez en cuando fuera de la ciudad al aire libre “liberándose” de los elementos electrónicos propios de los recintos cerrados. El mismo lenguaje podría ser modificado para que, por ejemplo, a los días lluviosos deje de llamárseles “días feos”. En un plano de mayor alcance, las iglesias también pueden hacer llamados públicos al boicot contra el consumo de ciertos productos, tal como últimamente varias denominaciones en Estados Unidos han empezado a hacer[31]. Basta con que haya humildad y voluntad de aprender de parte de las iglesias para que se pueda empezar a hacer algo.
 

Conclusiones
 
La responsabilidad de la Iglesia frente al desafío ecológico que hoy se presenta no es cosa menor, razón por la cual no puede ser minimizado ni mucho menos ignorado. Seguir avanzando en la cooperación con el reino de Dios exige que la Iglesia se involucre activamente en la preservación de la Creación, porque ¿cómo puede decir que ama a Dios y no cuida con amor lo que Dios creó?

La posibilidad de crear mayor conciencia ecológica dentro de las comunidades cristianas siempre está dada, pero no se puede dar un paso definitivo a menos que el deterioro ecológico inducido sea considerado como un pecado mayor. Esto implica de alguna forma la modificación, o más bien la ampliación, de los criterios teológicos sobre los cuales la predicación se fundamenta. Si esta continúa siendo individualista y basada en la “salvación de almas” estará cerrando sus ojos a una de las grandes injusticias de nuestro tiempo.
 
Pero si la Iglesia es humilde, estará dispuesta a dialogar con quienes ya han empezado este camino y a aprender de ellos, abandonando la actitud de quien pretende poseer la verdad absoluta, y considerando que también hay verdad de Dios más allá de los límites de la misma Iglesia.
 
Aunque la tarea es grande, todavía se puede empezar. La inclusión de lo ecológico en los servicios dominicales, por ejemplo, podría llevar a la formación de “iglesias verdes” en la que la conexión con lo ecológico las libere de nocivos fundamentalismos que no contribuyen a la construcción de una mejor sociedad sino que, más bien, redundan en deterioro de ella.
 
La reflexión teológica protestante con respecto al tema sigue estando pendiente, pero no se puede seguir eludiendo. Quizás la reciente encíclica papal Laudato Si sirva para que los teólogos y teólogas en América Latina, junto a los pastores y pastoras, den ese paso de amor hacia la Naturaleza y empiecen a interiorizar la elevada ética de la reverencia por la vida, enseñada por la Biblia misma y llevada a la práctica como estilo de vida por el eminente pastor Albert Schweitzer, entre muchos otros.
 

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Notas

[1] Según la Crítica Bíblica, el capítulo 1 del Génesis pertenece a la Fuente Sacerdotal (P), redactada probablemente después del exilio judío en Babilonia. Se caracteriza fundamentalmente por procurar darle a las cosas un orden sistemático. Pertenecen a esta fuente, por ejemplo, las genealogías, las instrucciones para la construcción del Tabernáculo, el libro de Levítico, el detalle de las jornadas caminadas por el pueblo de Israel y los censos del libro de Números y el libro de Ezequiel. Por su parte, desde el capítulo 2 del Génesis se puede detectar otro estilo literario, mucho más antiguo que el Sacerdotal, llamado Fuente Yahvista (J), que se caracteriza por usar el Tetragrámaton para referirse a Dios, utilizando continuamente los antropomorfismos habituales de gran parte del libro de Génesis, y en donde la intervención de Dios es tan evidente que casi podría comparársele al componente mitológico de otras religiones.
[2] Al respecto, el teólogo católico John Dominic Crossan ha escrito un extenso volumen llamado El Jesús Histórico. La Vida de un Campesino Judío del Mediterráneo (2007), en el que habla ampliamente del tema.
[3] Calvino (1994), pág. 27.
[4] Así también lo entiende Juan Stam en su libro Las Buenas Nuevas de la Creación (2003).
[5] Todas las citas bíblicas han sido tomadas de la Versión Reina-Valera 1960, a menos que se especifique lo contrario.
[6] Barth (2000), pág. 63. Cursivas originales.
[7] González (1994), Tomo 2, págs. 62-64.
[8] Mackay (1988), pág. 277.
[9] Míguez Bonino (1993), pág. 135.
[10] Moderna terminología introducida por el escritor y educador Marc Prensky en 2001 en su artículo Digital Natives, Digital Immigrants, en la que a quienes son nacidos en las últimas décadas del siglo XX les cabe la denominación “nativos digitales” pues nacieron y crecieron en contacto con las computadoras, mientras que a quienes nacieron antes y que tuvieron que aprender a manejarlas como respuesta a una exigencia contemporánea, los denomina “inmigrantes digitales”. El artículo en inglés puede leerse en línea en http://www.marcprensky.com/writing/Prensky%20-%20Digital%20Natives,%20Digital%20Immigrants%20-%20Part1.pdf.
[11] Moltmann (1992), pág. 19.
[12] González (1994), Tomo 2, pág. 367.
[13] Uno de los casos más trágicos de la historia moderna es la denominada Guerra Mundial Africana o Gran Guerra Africana o Guerra del Coltán, que se dio entre los años 1998 y 2003 y en la que murieron alrededor de 4 millones de personas. En ella se dio lugar al Genocidio Congoleño en el que las víctimas se contaron por millones, tanto de muertos como de refugiados, convirtiéndose así en el genocidio más grande después de la Segunda Guerra Mundial. El detonante de dicha guerra fue la invasión de Ruanda al Congo, auspiciada por grandes multinacionales, con el objetivo de controlar los yacimientos de coltán que allí se encuentran (80% de las reservas mundiales), ya que este es el mineral con el que se elaboran las baterías de celulares, computadoras, tablets, las pantallas de los plasmas, los GPS, los MP3, MP4, MP5 y MP6, los juguetes electrónicos, etc.
[14] Son notables los esfuerzos de Green Peace en su lucha contra la multinacional petrolera Shell que pretende a toda costa emprender sus exploraciones en el Océano Ártico, las cuales contribuirían a la aceleración del deshielo del Polo Norte, así como a la extinción de especies animales tales como el oso polar.
[15] El caso colombiano es uno de los más paradigmáticos, en el cual el gobierno usa la fumigación sistemática de glifosato con  el fin de eliminar los grandes cultivos de coca y otras plantaciones usadas para la producción de narcóticos. Tal procedimiento afecta directamente todo el ecosistema incluyendo las vidas de campesinos o indígenas y sus respectivas fuentes de agua. Todo esto sin considerar los alcances de la multinacional Monsanto que distribuye agroquímicos en gran parte del planeta.
[16] Tales pruebas se llevan a cabo bajo el supuesto de que los desiertos están deshabitados ignorando que estas regiones están llenas de vida animal y vegetal, con gran variedad de insectos, reptiles y plantas únicos en su especie.
[17] Es notoria la negativa de los Estados Unidos a firmar el Protocolo de Kyoto (1997).
[18] Moltmann (1992), pág. 82.
[19] Heschel (1984), pág. 149.
[20] A. F. Roldán ofrece una explicación más detallada de los postulados premilenaristas en su libro Escatología – Una Visión Integral desde América Latina (2002).
[21] La definición de los dos términos griegos es tomada de Tuggy (1996).
[22] En el caso del Cristianismo, la celebración del Shabat se pretende llevar a cabo el día Domingo. Sin embargo, dicha celebración cristiana dista de ser lo que en la Biblia se considera como descanso. Por lo general, en el día Domingo se hace todo lo que no se alcanzó a hacer entre semana, dejando de ser el Día del Señor (domingo, del latín dominus, que significa “señor”) para convertirse en un día común en el que no existe sentido de celebración, es decir, alegría, exclusividad, entusiasmo, santidad.
[23] Heschel (1982), pág. 5.
[24] Albert Schweitzer (1875-1965) fue un destacado teólogo luterano nacido en Alsacia, quien después de graduarse como médico emprendió su viaje misionero hacia el África. Siendo que allí no recibía mucho apoyo económico para el sostenimiento del hospital que por cuenta propia había fundado, periódicamente hacía viajes a Europa para recaudar fondos por medio de conciertos que ofrecía, pues se le llegó a conocer en su tiempo como el mejor intérprete de Bach. Sus profundos aportes a la teología cerraron con la denominada Primera Búsqueda del Jesús Histórico, empezada por los teólogos liberales protestantes durante el siglo XIX. En 1952 fue reconocido con el Premio Nobel de la Paz.
[25] Schweitzer (1962), pág. 343-344.
[26] Carta Encíclica Laudato Si (2015), págs. 10-11.
[27] Heschel (1982), págs. 11-17.
[28] Himno No. 183. Melodía sueca.
[29] Himno No. 199. Letra: Folliott S. Pierpoint (1835-1917). Traducido por Federico J. Pagura.
[30] Dresder y Siegel (1965), págs. 20-27.
[31] Es el caso de la Iglesia Unida de Cristo, la Iglesia Metodista Unida de Estados Unidos, la Iglesia Presbiteriana de Estados Unidos (PCUSA, por sus siglas en inglés) y ciertas facciones de los cuáqueros, que han tomado medidas con respecto a los productos de Israel por su política de ocupación en Cisjordania.

Jair Villegas Betancourt es colombiano radicado en Argentina. Pertenece a la Alianza Cristiana y Misionera. Estudió Economía en la Universidad Nacional de Colombia, y Teología en el Seminario Bíblico Alianza de Colombia. También terminó su carrera de Estudios Judaicos en el Seminario Rabínico Latinoamericano. Tiene una Maestría en Teología en el Instituto Bíblico Buenos Aires, y está realizando otra en la Facultad Internacional de Estudios Teológicos (FIET).

Nota: Este artículo fue subido a la página de la FTL el 25/02/2023.